El placer revelado

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No faltaba mucho para que terminara el año, era la última semana del ciclo lectivo, el clima de primavera estaba en el aire húmedo y tibio que ya hacía pensar en las vacaciones de verano, y si bien algunas chicas se tomaban el curso muy en serio, tal vez por esa cuestión del calor y la humedad, la gran mayoría de ellas atravesaba esos días como si fuese un trámite festivo en el cual nada podía salir mal. Las diecisiete alumnas de cuarto año turno tarde del colegio Santa Tierra habían ido de excursión al campo para cumplir con uno de los objetivos finales de la materia de Botánica; Mariana era una de esas diecisiete alumnas. El autobús aminoró la marcha, abandonó la ruta principal, giró y se sacudió un poco cuando sus ruedas dejaron la ruta y bajaron a la tierra, levantando una cortina de tierra seca, como un polvo oscuro que ocultaba el camino por el que ahora andaban ni bien el autobús pasaba. No mucho más adelante, junto a unas tranqueras de madera, altas y algo desvencijadas, que interrumpían cortando abruptamente el alambrado que delimitaba el campo, aguardaba un hombre que se estaba muy quieto, vestido con ropas de trabajo; recostaba el peso del cuerpo sobre una pierna, en la postura que adoptan a veces los caballos atados a su palenque para descansar, la espalda algo encorvada hacia adelante, y un sombrero de paja ancha le entorpecía a propósito la mirada. Detrás de las tranqueras comenzaba otro camino, más angosto aún, rodeado por dos tiras de pinos crecidos ya, sembrados a un ritmo regular hacia los dos costados, lo cual daba la impresión de ser interminables como en un fotomontaje. Al ver el autobús aproximarse, el hombre le hizo una seña al conductor para indicarle que se detuviera; segundos después, intercambiaron algunas indicaciones, y un momento más tarde el hombre se movió pesadamente y abrió las tranqueras para que el autobús retomara su marcha. Al avanzar, Mariana descubrió al hombre que ahora volvía a pararse junto a la tranquera abierta, observó su cuerpo grueso metido dentro de esas ropas de campo, y al pasar junto a él vio como este hombre levantaba la mirada hacia las ventanillas que se sucedían a cierta velocidad ascendente. Pudo verlo mejor, su rostro estaba serio, como si le fastidiara quizá recibir a este grupo de estudiantes, e imaginó que tal vez lo interrumpían de sus tareas habituales, cuando los ojos del hombre cambiaron al encontrarla, y se quedaron en los suyos. Mariana se perturbó, como si de pronto se sintiera halagada y amenazada al mismo tiempo, aunque sin motivo alguno en realidad, invadida por ese vértigo atrayente, y peligroso también, de cuando hallaba en algún hombre que por casualidad se cruzaba por la calle esa misma mirada durante algunos segundos persistente, y que, en algún punto, aunque no podía precisar cuándo, había dejado de ser aquella mirada aniñada que había recibido siempre.




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