El placer revelado

5

Una luz dorada, más bien de color ocre brillante, satinada por las partículas de polvo y polen que flotaban en el aire, atravesaba las ramas floridas y salpicaba la tierra seca y endurecida por donde Mariana caminaba. En un momento algo le hizo pensar en una de esas fotografías de bosques que ella misma usaba de protector de pantalla en su computadora, sólo que esta vez era ella quien estaba en esa imagen para completarla. Por unos segundos le divirtió la idea de imaginar el asombro que causaría en alguien que viera una figura humana comenzar a moverse sobre la imagen estática y familiar de un paisaje plasmado en el monitor de una computadora, tomando por sorpresa a ese oficinista que se quedaría con la boca abierta frente a la pantalla en algún lugar remoto del mundo. Entusiasmada movió la mano en alto, como si saludara a alguien, a esa persona que la estaría viendo atónita, y se rio en voz alta, segura de que nadie la escuchaba: el miedo –que ya no era miedo— se quedaba atrás, perdido con el resto de sus compañeras, y ahora una sensación nueva nacía desde el fondo de sus tripas, cobraba forma en el estómago, subía hasta el pecho y le llenaba la garganta, como si un conejo de terciopelo se formara dentro de ella, y transformara su antigua risa en una risa nueva, distinta a todas sus risas anteriores—una risa sin sentido, de persona loca o simplemente feliz: una risa de mujer, hecha no sólo de terciopelo sino también de color púrpura, brillante y oscura al mismo tiempo, pero ya no de niña. 

No se había dado cuenta, pero había caminado durante casi una hora ya, el sendero doblaba hacia la derecha, luego hacia la izquierda, otra vez a la izquierda y ya no tenía idea de donde estaba, así que volvió a detenerse. Alzó la mirada hacia la luz del sol, por entre la fronda espesa y brumosa de los árboles, como si eso le permitiera poder orientarse. Apenas se oían los ruidos de una rama liviana que descendía enredándose en otras ramas en su derrotero hacia el suelo, o cuando un pájaro aparecía de la nada y se posaba haciendo crujir una hojita seca. El silencio ahora caía pesadamente, se aplastaba contra todo lo que había en el bosque, y de este modo el tiempo dejaba de ser eso que Mariana conocía, medido en secuencias de segundos y minutos, ahora el tiempo era simplemente luz, y la luz era silencio. Mariana pensó que tal vez lo mejor sería regresar, pero ya no sabía cómo hacerlo, y de pronto imaginó que el autobús que las había transportado encendía su motor, temblaba levemente sobre sus ruedas, y partía de vuelta hacia el colegio; quedarse sola, de veras sola en aquel bosque, no la atemorizaba realmente, pero la idea de que al darse cuenta de su ausencia las profesoras mandaran al chofer del autobús a buscarla la incomodó. El chofer le pediría ayuda a ese hombre que había visto parado en la tranquera, y ahora Mariana escuchó un ruido, una pisada fuerte detrás de unos árboles: la respiración se le cortó, el corazón dejó de latir, la sangre quedó inmóvil donde estaba, fija dentro de sus cavidades, y la mente se le puso en blanco.




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