El placer revelado

7

Mariana observó la roca, y tuvo unos irrefrenables deseos de hacer que esa roca fuera suya, suya de un sólo modo posible, de treparla y quedarse sobre ella, envuelta entre las sombras de un sol que sólo existía del otro lado de la fronda de los árboles, con la mirada puesta en el cielo y la cabeza echada hacia atrás; quiso sentir esa piedra, rígida y fría, contra la piel de los muslos, y sentirse ella misma blanda y vital; el deseo era ese, desnudarse sobre ella, y abandonarla luego. Levantó un pie, apoyó la rodilla con cuidado de no rasparse la piel y se ayudó con las manos para poder trepar y no caerse, todavía quedaban en sus gestos algunos rastros infantiles que ya no le pertenecían, y cuando estuvo sobre aquella roca supo, sin ninguna duda, que la chica que momentos atrás había bajado del autobús esa misma mañana hoy se quedaría allí, en aquel bosque —esa muchacha ya ni siquiera había subido a esa roca— y la que se reuniría otra vez con sus compañeras cuando regresara al autobús ya no sería la misma alumna que sus amigas conocían, sino un ser distinto, asomado a un peligro nuevo. Aquel pensamiento produjo en Mariana una sensación de sorpresa: temía que algo hubiera cambiado en su cuerpo—una aceleración del tiempo la habría modificado hasta convertirla en eso que estaba predestinada a ser—, y producto de ese cambio sus compañeras ya no la reconocerían, la verían tal vez como a una extraña –una mujer entre aquellas alumnas del colegio Santa Tierra— y que por consiguiente las profesoras no le permitieran subir al autobús y la dejaran abandonada allí. Mariana bajó la mirada hacia la curva leve de sus pechos, el vientre liso y blanco debajo de la camisa, las caderas dentro de la falda con pliegues según el uniforme escolar, y se reconoció igual que antes. Se sintió ridícula, incluso se palpó el cuerpo con las manos para comprobar que seguía existiendo con la misma forma de siempre, y parada sobre esa roca, todavía allí, dentro de esos pensamientos en los que estaba ahora, se preguntó qué sucedería si realmente comenzara a desnudarse. No lo pensó con palabras –ya no pensaba nada con palabras—, como si el roce con la piedra le hubiera dado un nuevo lenguaje. Entonces no lo pensó con palabras: solo supo que debía pararse sobre esa roca y desnudarse.




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