El placer revelado

21

Con esas palabras, Mariana pretendió contentar la sed de respuestas de esos dos hombres, pero no fueron las palabras sino el modo en cómo las había dicho, aunque ellos no la supieron entender. La miraron, había algo extraño en esa señora bien vestida, sin equipaje, que a pesar de esa sonrisa pre fabricada que tenía en el rostro bajaba la mirada al suelo como si una tristeza dentro suyo la estuviera por derribar a cada momento. Entonces Manuel apareció en todas aquellas pantallas que anunciaban los vuelos y sus horarios de partida y de llegada al aeropuerto de Ezeiza. De pronto, a donde Mariana mirase, encontraba la imagen de su marido.

Manuel la veía con el vestido que tanto le conocía, con la cartera que le había regalado no hacía mucho tiempo atrás, desde todas esas pantallas; la miraba como lo había hecho aquella tarde sentado al borde de la cama, esa última vez.

Voy a despedirme de alguien, dijo ella para darle más información a esos dos oficiales que la retenían, sin dejar de ver en las pantallas lo que solo ella podía ver.

La imagen de Manuel se desdibujó de a poco, y volvieron a aparecer los horarios y el número de los vuelos.

Y los tres se quedaron en silencio, parados a un costado en uno de los corredores, envueltos en aquel aire artificial que suele haber en los aeropuertos, como si de pronto se hubieran dado cuenta que estaban representando un papel en una mala obra de teatro, y ya no quedara texto que decir. Estaba por rendirse Mariana, ya no tenía fuerzas para esgrimir ninguna resistencia, estaba dispuesta a que se la llevaran detenida, aunque no podía imaginarse los cargos por los cuales le hacían tantas preguntas. Pero segundos después, los hombres de seguridad la miraron otra vez, se miraron entre ellos, le devolvieron sus documentos y se retiraron; más tarde elevarían un informe que no diría nada en concreto, pero antes se irían a mendigar un café y unas medialunas al bar del sector de arribos internacionales.

Cuando Mariana llegó a la sala de pre embarque, no había nadie más a su alrededor, y de pronto temió estar equivocándose de sala, así que hurgó en su cartera para ver el pasaje y volvió a comprobar el número. Era ese, estaba en la sala correcta. Las filas de asientos vacíos le ofrecían demasiadas alternativas donde sentarse a esperar, así que no supo bien cual elegir. Nunca había estado en un lugar tan grande y sola. Algo le hizo recordar la noche que se había metido por entre unos tablones sueltos para espiar la obra en construcción de lo que sería el único teatro de Colonia Vela; era una nena de unos once años, aquella noche, la pequeña Mariana, el invierno estaba comenzando y se sentía ya, y su madre la había mandado a comprar no se acordaba qué cosa al almacén cerca de la plaza. El almacén había cerrado, así que la pequeña Mariana regresaba a su casa cuando vio las paredes revocadas, pero todavía sin pintar, que se asomaban por encima del cerco de media sombra, y decidió acercase; uno de los tablones que separaban la obra de la vereda estaba flojo, fue fácil empujarlo para poder entrar. En aquel momento, recuerda ahora Mariana, miles de hormigas le recorrieron el cuerpo desde los pies hasta la base del cuello. El lugar estaba a oscuras, había una especie de cuarto grande y vacío, que luego supo sería el recibidor del teatro, donde la luz de la calle se filtraba y proyectaba distintas sombras alargadas y arabescas contras las paredes. Más allá, en el fondo, se abría una arcada altísima, como si fuese la entrada hacia una cueva gigantesca, que conducía hacia una sala aún mayor. La pequeña Mariana dudó unos segundos, pero luego fue hasta allí impulsada por dos motivos fundamentales, primero porque era una niña que quería saber de qué se trataba todo eso, y segundo porque sabía que no debía hacerlo.




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