El placer revelado

23

Nadie se sentó a su lado, por suerte o por desgracia, y media hora más tarde el avión comenzó a moverse, rodó por el camino paralelo a la pista, se detuvo en la cabecera y los pilotos se prepararon para hacerlo despegar. Desde la torre de control un agente informaba las condiciones del clima, la velocidad del viento, la altura que el avión debía tomar hasta salirse de los radares. La mano de Mariana buscó dentro de la cartera la superficie lisa del portarretratos, y miró por la ventanilla, del otro lado del vidrio, como la noche se llenaba de imágenes viejas: el afuera se transformaba en un paisaje distante, y hostil, como si todo se redujera al momento preciso donde el avión abandonaba el suelo, lo abandonaba todo, y para siempre, y se echaba a volar: se terminaba su vida, ahora, en ese preciso instante, cuando el avión terminara de levantar vuelo y ella se alejara de ahí, y allá abajo quedara, entonces, inerte, la vida que había compartido durante tantos años con Manuel hasta la noche anterior.

De pronto se escuchó un estruendo, el sonido de las turbinas a toda potencia. El avión tembló y se lanzó hacia adelante, y una fuerza centrífuga la aplastó contra el respaldo de su asiento. Aquella sensación le recordó a Manuel, el peso de Manuel sobre su cuerpo, el crujir de las maderas de su cama, el vaivén de las fotos sobre la mesita de luz. Lejos de erotizarla, aquel recuerdo la dejó paralizada de terror. Mariana cerró los ojos. Estaban en el aire ya. Volar a Barcelona había sido un impulso, una obsesión repentina que prometía quitarle aquella sensación de haberlo perdido todo, como cuando se fija la vista a través de la mira telescópica de un rifle de caza, y el resto del mundo desaparece, y solo queda en foco aquello que se anhela alcanzar, aunque sea para quererlo destrozar con el impacto de una bala; para eso viajaba a Barcelona, para destrozar lo poco que quedaba vivo dentro de ella. Entonces pensó en Manuel, en las últimas palabras cotidianas que le había escuchado decir, sin que aquello hubiera representado el indicio de lo que sucedería horas después. Y sin que pudiera evitarlo, en silencio, se puso otra vez a llorar.

 

Hacía horas que viajaba ya, y a cada milla que atravesaba en el aire Mariana sentía que su cuerpo se hacía cada vez más liviano; había sido necesario irse, viajar en aquel cilindro de aluminio hacia cualquier parte, a Barcelona, por ejemplo, o a la luna o a Saturno. Quedarse en el pueblo de Colonia Vela, en aquella casa donde había vivido todos esos años resultaba insoportable. Hasta que el avión comenzó a perder altura, a medida que se acercaba a su destino algunos alerones se elevaron en las alas para corregir un poco el rumbo, y el piloto decidió que era momento de bajar el tren de aterrizaje; al hacerlo se produjo un zumbido parecido al ruido que suele hacer una aspiradora, y aquel sonido alertó a Mariana que se inquietó en su asiento y miró por la ventanilla. Del otro lado del vidrio no se veía más que una enorme sábana gris que ocultaba el paisaje. Mariana volvió la mirada hacia el interior del avión, intentó tranquilizarse, se fijó en la pantalla que tenía frente a sus ojos empotrada en el asiento de adelante, y prestó atención al avioncito que volaba sobre un mapa digital. Había quedado tan lejos su pueblo, ya, que también había dejado de existir.




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