El placer revelado

25

Bajó por unas escaleras de piedra, y cuando llegó a la playa sintió como los tacos de sus zapatos se hundían en la arena, pero siguió adelante. Se quitó el pañuelo mientras avanzaba, y lo vio volar en el viento. Se quitó, luego, el vestido, que se arremolinó alejándose de ella. Y sin detenerse, sin dejar de caminar hacia el mar, se quitó el sostén también, y después el resto de su ropa interior. Por último, se quitó los zapatos. En su mano colgaba la cartera, lo único que le quedaba ahora en el mundo. Se detuvo cuando el viento le trajo un aire salado que le mojó la cara, y de repente el estruendo del mar le ensordeció su propia voz interior, como si el mar le gritara con todas sus fuerzas que no diera un solo paso más. Mariana apoyó la cartera sobre la arena, y tomó el portarretratos donde estaba la foto de Manuel; la miró por unos segundos donde el frio y el invierno dejaron de existir, y por primera vez en su vida, quitó la foto del portarretratos y la sostuvo en sus manos. Luego cerró los ojos, movió los labios para decir algo, y la apretó contra su pecho. Dio algunos pasos más hacia el mar, para alejarse del mundo que quedaba para siempre a sus espaldas, y se sintió tan liviana que por un momento temió que el viento la fuese a levantar en el aire. Se alejaba, así, Mariana, de los años que había vivido en Colonia Vela, de Manuel y de su recuerdo, que todavía le corría por la sangre. Hasta que la espuma de las olas le tocó la punta de los pies. Un rugido tremendo le explotaba ahora en los oídos, y la brisa salada y fría que volaba en el aire le envolvió la piel. Desnuda como estaba, Mariana miró a su alrededor, y vio a Manuel desnudo también, parado junto a ella. Sonreía, del mismo modo que lo había hecho en aquellas pantallas del aeropuerto, y la imagen se fue volviendo traslúcida, como de espuma, hasta desaparecer.

En algún momento, el frio comenzó a resultarle insoportable, miles de agujas se le clavaban en las plantas de los pies, así que Mariana dio un paso más hacia el mar, y luego otro, y ahora el agua helada le llegaba por momentos a las rodillas, y luego a las caderas, y después el agua helada le cubrió el pecho y le mojó la boca.

El chofer del taxi se había bajado del auto, con la mirada seguía a lo lejos la escena, y cuando la vio quitarse la ropa y entrar al mar no lo dudó por un segundo; corrió a su auto y tomó su teléfono celular para llamar a la policía. Minutos después, al ver en su espejo retrovisor las sirenas de un patrullero, el chofer puso la caja automática en directa y se fue. No quería tener que responder preguntas, llenar formularios, ir a declarar a una comisaria por una vieja que se metía en pleno invierno al mar.




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