El placer revelado

32

Al día siguiente, Mariana despierta, pero sólo se produce el hecho de abandonar el estado de inconciencia en el que se encontraba instante atrás, porque ella se queda así, sin moverse, en una quietud vegetal, en la misma posición en la que ha despertado. Está boca arriba, su mirada se posa en una línea gris de una pequeña rajadura del cielo raso, tiene uno de sus brazos cruzado blandamente sobre el pecho, y poco a poco comienza a sentir el cuerpo de un modo primitivo; primero siente el vientre y luego los brazos, después las piernas, una oleada de calor la va creando lentamente dentro de su cama, dándole forma a los pies, a las manos, le enrojece el rostro y aparece la nariz, la rugosidad de los labios, y un gusto levemente amargo dentro de la boca. Mariana no se mueve, permanece así, no quiere empezar el día, prefiere estar en ese estado de no conciencia, donde la idea de pasar los próximos tres meses sin la presencia del doctor Y. todavía no logra cobrar la fuerza de una amenaza.

Piensa Mariana, o mejor dicho siente, que esta vez tres meses será demasiado tiempo. Sabe que las siguientes mañanas serán cada vez más difíciles, muchas veces despertará con los sonidos que realiza el doctor Y. al llegar a su apartamento, aunque no sea ni el día ni la hora acordada. Y al asomarse desde su habitación al living, Mariana encontrará todo quieto y en silencio, bajo el manto quebradizo que no será más que esa luz solar entrando por la ventana, y que tocará todas las cosas a su alcance solo para bañarlas de una tragedia perenne.  

Una de esas mañanas, Mariana se mira en el reflejo de una olla que acaba de dejar reluciente por décima vez consecutiva, y tiene la sensación, o más bien la certeza, de que apenas deja de hacer lo que está haciendo una sensación de angustia comienza a crecerle dentro del cuerpo; sabe que hasta que no se involucre en otra acción que la distraiga aquella sensación irá haciéndose cada vez más grande, hasta que la abarque por completo, así que cuanto más tediosa y desgastante sea la operación en la que se involucre mejor aún, pero en el fondo comprende que es una batalla perdida. Mariana deja la olla que sostiene en la mano, y de pronto tiene una idea reveladora: la receta para sortear esos interminables tres meses será instalar en su vida una rutina, permanecer ocupada durante tres meses, y con esa idea se convence, piensa que tal vez pueda ser la solución a no pensar. Pero más que una rutina, Mariana comienza a crear un rito, por ejemplo, todos los martes, preparar una sopa de calabaza, pero no solo eso, sino tomar esa sopa, todos los martes, a las cuatro de la mañana, ella sentada en la oscuridad de la sala, con los ojos cerrados. Sentir la sopa entrar en su cuerpo, a punto de quemarle la garganta, el esófago, las tripas. Y otro más, por ejemplo, vigilar, cada lunes que la separaba de la próxima visita del doctor Y., la ventana del quinto piso del edificio más cercano; y apuntar, en su libreta repleta de notas, el tiempo, en minutos y en segundos, la hora exacta en que encendían o apagaban las luces en aquel apartamento. Ritos como ese, comenzó a inventar, Mariana, con el fin de que aquellos tres meses no fueran una carga tan pesada. A veces encendía la radio, buscaba en el dial de amplitud modulada alguna entrevista que se estuviera desarrollando, escuchaba las preguntas y bajaba el volumen, respondía ella misma como si fuese la entrevistada; a veces era una actriz famosa, a veces era una funcionaria del estado, a veces resultaba ser la víctima de algún hecho de inseguridad, o antes las preguntas que escuchaba inventaba respuestas ridículas que le causaban mucha gracia. La idea de los ritos la entusiasmó de inmediato, y la alejó también aún más del mundo que vibraba a nueve pisos de distancia, allá abajo, alrededor del parque que se veía desde sus ventanas. Su apartamento se transformaba así en un escenario donde se representaba una obra con y sin demasiado sentido, donde ella era actriz y público al mismo tiempo. El muchacho del supermercado entraba a dejar el pedido de siempre, y en esos momentos Mariana se ocultaba detrás de la puerta de su cuarto; esa era la única marca que el tiempo dejaba en ella, el muchacho entraba y caminaba con las bolsas colgando de las manos hasta la cocina, y con él entraba también eso que rompía el hechizo en el que Mariana se escondía, hasta que el muchacho se marchaba y Mariana entonces recuperaba su espacio, su tiempo, dejaba de ser una mujer y volvía a ser una niña. Así fue como durante un tiempo, Mariana logró que las cosas se despojaran de su carácter trágico y se plegaran cómplices a su juego.




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