El placer revelado

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Pero pocas semanas después, los ritos dejaron de tener sentido. Una de esas tardes Mariana estaba sentada en el sillón de la sala, había permanecido así, inmóvil durante horas, esperando que la vergüenza por haberse involucrado en algo tan estúpido se desvaneciera, aunque bien sabía que al hacerlo esta sensación fuera a darle paso a una sensación aún peor; era como estar desnuda ahora, delante de sí misma, no frente al reflejo de alguna superficie espejada sino de veras delante de ella misma, fuera del cuerpo, duplicada, viendo la escena de una mujer abatida. Esa otra Mariana observaba a la mujer sentada en el sillón, desesperada pero envuelta en esa laca rígida y transparente de impasibilidad. Mariana bajó la mirada ante ella misma, ante su doble, la mujer desnuda que la miraba parada en medio de su living, hasta que escuchó unos pasos livianos, apenas perceptibles, sus propios pasos, los de esa mujer que daba media vuelta y la abandonaba, haciéndose cada vez más traslúcido su cuerpo, dejándola de veras sola. Mariana dio un salto, quiso evitar que esa mujer se fuera, pero no había nada más ahí; corrió hasta el otro extremo de living, se buscó en la cocina, fue a buscarse a su dormitorio, y cuando pasó delante del cuarto de baño vio el reflejo de aquel espejo que siempre evitaba. Se detuvo, perdió súbitamente la esperanza de encontrarse, y se atrevió a quedarse ahí, parada delante de aquellos ojos, donde habitaba eso que había estado pensando desde hacía mucho tiempo. No había rito ya donde poder esconder los días que la separaban de la próxima visita del doctor Y. Solo había ausencia. Y esos ojos se hicieron cada vez más grandes en aquel espejo, hasta que fueron la imagen de unas ventanas circulares, abiertas hacia la más profunda oscuridad.

 

Mariana se acercó a la radio portátil que tenía sobre un aparador en el living, iba a encenderla pero no lo hizo. Había perdido la noción del tiempo, de algún modo había logrado atravesar los últimos ochenta y nueve días, y las últimas ochenta y nueve noches, aunque no habían sido fácil aquellos tres meses. Sin embargo ahí estaba Mariana, ella y su fantasma. Miró la radio apagada, el aparato compartía el silencio que se le había pegado al cuerpo. De pronto se dijo: Mañana vendrá a visitarme. Lo pensó sin sorpresa, al pensar en el doctor Y. Debe llamarme hoy. Y esperó alguna emoción que llegara y le quitara el frio en el que había estado viviendo, pero no sintió nada. De pronto recordó que debía conectar el teléfono, y lo buscó con la mirada; encontró el cable que colgaba del aparato y lo enchufó a la pared. Pero al hacerlo sintió que algo inútil anidaba en cada acción que emprendía en esa dirección, así que desconectó el aparato, dejó otra vez el cable en el piso, y pocos segundos después volvió a conectarlo. Se alejó del teléfono como si así se alejara de la duda que comenzaba a torturarla, y se sentó en el suelo, en un rincón del living, a esperar el llamado del doctor Y.  Aquella tarde fue naranja, verde, de un color amarronado, hasta que el aire que la rodeaba tomó un color violeta oscuro, y luego negro. La campana del teléfono permaneció muda e inmóvil, durante todo ese tiempo, ni siquiera sonó para advertir la llamada de algún empleado de telemarketing. Era de noche, ya, cuando Mariana se levantó trabajosamente del suelo, y caminó hasta su cuarto arrastrando los pies, del mismo modo en que lo haría un preso cuando el carcelero lo manda a encerrarse a su celda.

Antes de irse a dormir, Mariana quiso tener las fuerzas de poder llorar, de tomar el teléfono y estrellarlo contra el piso. Luego, para consolarse, pensó en todos los inconvenientes que pudieron haber evitado que el doctor Y. tuviera el tiempo necesario de llamarla para confirmar el encuentro del día siguiente.

Entre todos esos pretextos, y contra todo pronóstico, logró quedarse dormida.   




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