El placer revelado

16

Con la ridícula fortuna maliciosa que suele anteceder siempre a las tragedias, el globo bajó sobre ellos, y primero fue su sombra, circular y negra sobre el verde césped, luego todo se volvió en un instante rojo. Ella se paralizó cuando comprendió que nadie lo comandaba desde su canasta; se manejaba solo, aquel globo fantasma, no había nadie en su interior, y se les venía encima como si fuese la suela de un zapato y ellos los grillos que intentaran eludir el pisotón. Él alzó los brazos para cubrirse, en cierto modo hizo lo posible para salvarse, pero no pudo hacer nada; quedó enganchado de unas sogas que rodeaban la enorme canasta, y cuando el globo recuperó altura lo arrastró en el aire. Ella tuvo la sensación de que aquello tenía que ver con algo de todas esas palabras que no se habían dicho minutos atrás. Dio un grito cortó y agudo, de un color amarillo fluorescente, que se propagó en ondas simétricas alrededor de la pista, y que nadie vio ni escuchó porque no había nadie más que ellos en el parque. Y en apenas unos segundos el globo se elevó lo suficiente como para no permitirle al hombre zafarse y dejarse caer al suelo. De hacerlo, la altura lo habría matado. Tal vez, de hacerlo, habría conseguido volver con ella.

Entonces el globo ganó otra vez altura, impulsado por el aire dilatado que lo inflaba. La llama en el quemador, por encima de la canasta, se onduló salvajemente, como un organismo vivo, invertebrado, que quisiera penetrar en el vacuo interior de aquella esfera enorme y colorada. Segundos después ya se alejaba, perdiéndose de vista entre algunas nubes raídas que se estiraban con el viento. Y aquello volvió a ser apenas eso que había sido en un principio. Y ella se quedó sola en aquel parque. Detenida entre esas gigantescas líneas blancas pintadas sobre el asfalto negro, aquel sitio, donde antes había funcionado un aeropuerto, y antes de eso una base militar, se volvió un lugar desesperante, como un desierto submarino, perpetuo y desolador, inundado de un inabarcable y plano silencio.

Sin saber qué hacer, Mariana quiso ponerse a llorar. Pero ya había llorado antes, sentada en los sillones detrás de sus manos. Tampoco le quedaban fuerzas, ni muchas lágrimas guardadas. Así que permaneció quieta, vertical, durante unos cuantos minutos, como parte inerte del paisaje. Y antes de que terminara la tarde regresó a su casa.




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