El placer revelado

17

Atravesó el mismo aire frio y transparente que habían revuelto los dos. Al llegar se quedó mirando durante horas a través de la ventana.

Pensó largamente en él. También en aquel globo rojo y aerostático.

Una de las cosas que se preguntó fue qué era lo que debía hacer con todas sus pertenencias que habían quedado en los armarios. Siete cajas, se dijo después. Ocho tal vez.

Ocho cajas grandes. Todo iría a para a la habitación vacía del segundo piso.

Eventualmente la noche entró a la casa, la llenó con su pálida luz gris verdosa. El cielo se había tornado violeta; luego, por unos segundos, naranja como si renaciera. Después morado, oscuro, sin estrellas. Como si quisiera decirle algo.

Se había recostado sobre el sillón, se fue quedando dormida. Y tal vez porque unos grillos se escuchaban en algún lugar del jardín, cerca de la ventana abierta, en un principio le pareció que no estaba del todo sola.

 

Así pasaron los días. Los días se acumularon en semanas.

Las semanas, en conjunto de a cuatro, formaron los meses.

Y así fueron las noches. Todas sus noches. Sin colores.

           

De todas formas, como suele decirse, con el correr de los días ella continuó con sus tareas habituales, aunque de un modo más bien automático. Sin mirar profundamente a nada ni a nadie, resbalaba, por decirlo de algún modo, por la sucesión de eventos con los que se construyen las rutinas, levantando sin saberlo del todo un muro a su alrededor. Y todo aquello que había logrado en el pasado traerle alguna chispa de felicidad, o cuanto menos algún grado de satisfacción, fue perdiendo sin remedio al poco tiempo su gracia.

En algún momento del día, todos los días, un aire helado la rodeaba, y sin importar donde estuviera levantaba la mirada y le parecía ver un enorme globo rojo alejarse del mundo.

Cuando volvía a ver a su alrededor, todo se había pintado de gris ya, incluso ese reflejo suyo que aparecía delante del espejo.

 

Marrón, naranja, colorado. Un tiempo después, una mañana de otoño, despertó y sintió que algo había cambiado, era un poco esa luz nueva sobre todas las cosas. Incluso el aire que la envolvía se había vuelto un poco más tibio, y amarillo, no un amarillo fuerte, sino más bien de un tono pálido, pero ya no traslúcido. Así, sin sorpresas, del mismo modo en que se percibe el final del verano, eso que habitaba en su pecho trepó hasta la garganta y le llenó la mente con una voluntad propia, arrojándole una grata idea.

Supo también que, para ese entonces, él se encontraría ya a un año luz de la Tierra.




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