El placer revelado (disponible gratis hasta el 31/12/2024)

28.

Miles de agujas de hielo comenzaron a clavárseles en las plantas de los pies. Ella dio un paso más hacia el mar, y luego otro. Pronto el agua helada le llegó a los tobillos. A las rodillas. Hasta las caderas. De repente una ola le cubrió el torso y la tomó del cuello.

El chofer del taxi se había bajado del auto, con la mirada seguía a lo lejos la escena. Cuando la vio quitarse la ropa y perderse dentro del mar no lo dudó por un segundo, y corrió a buscar su teléfono.

La señora Álvarez Jonét sintió su cuerpo debajo del agua, todo su cuerpo. Escuchó el rumor apagado y grave del mar. Soportó el ardor en los ojos, el agua salada en la boca. La corriente la arremolinaba, la empujaba hacia abajo, lejos de la superficie. Se dejó llevar, sin oponer la menor resistencia, por esa extraña sensación de tranquilidad que la invadió por completo.

Una auto de la Guardia Civil llegó a gran velocidad. Se detuvo en la rotonda. Cuando los policías bajaron corrieron hacia la playa. Solo encontraron un vestido. Y más allá unos zapatos. Cerca de la orilla un bolso de mano junto a un portarretratos vacío. Algo de color se movía en el aire, iba y venía por encima de ellos, con la gracia de un pájaro de tela.

La señor Álvarez Jonét estaba allí, tan lejos del mundo ahora, siendo ella misma, tan ella misma en ese instante que abrió la mano, entonces, para dejar que la foto de Manuel se le escurriera entre los dedos.

Parados a la orilla, uno de los policías le señaló al otro eso que alcanzaba a verse cuando la rompiente se quedaba un momento quieta. Metieron los pies en el agua, el otro se quitó la chaqueta y la gorra y la lanzó a la arena.

La señora Álvarez Jonét se creyó sola, y supo entonces que aquello ya era suficiente. Hizo el enorme esfuerzo por mover los brazos, que no respondían a causa de la hipotermia, y cuando quiso impulsarse con las piernas sintió que ya no las tenía. Abrió los ojos. Pero todo siguió siendo oscuro. Sin embargo, de a poco comenzó a recuperar algo de fuerzas, y el movimiento de las corrientes que antes la había sepultado hondamente ahora la ayudaba al impulsarse hacia la superficie. Logró sacar la cabeza fuera del agua, y dejó que entrara aire nuevo dentro de su cuerpo. Vio el resplandor final de un sol moribundo aplanarse en el llano horizonte. Dio unas brazadas más, y luego otras. Con gran dificultad comenzó a acercarse a la orilla. El frio le había entumecido los músculos, su piel se había cubierto de un color morado. Y cuando pudo hacer pie intentó mantener la vertical, pero el ímpetu de las olas que rompían la golpeaban en la cintura.

Atónitos, los policías vieron a esa mujer que les llegaba del mar acercarse a ellos, y caer de rodillas sobre la arena rugosa y dura.

El portarretratos había quedado vacío, abandonado en la playa, el viento lo cubría ya de arena. La foto de Manuel se había perdido entre las olas. Manuel se había ido. Eso comprendió la señora Álvarez Jonét.

Uno de los policías la tomó por los brazos, que caían ya sin fuerzas junto al cuerpo, y la alejó de la orilla. El otro policía la abrigó con su chaqueta. Le hacían preguntas, otra vez preguntas como las que le habían hecho en el aeropuerto, y otra vez ella se quedaba en silencio. Segundos después la llevaron hasta el auto que había quedado con las sirenas encendidas, aunque no fue fácil llegar hasta allí; la señora Álvarez Jonét apenas podía levantar los pies que dejaban un surco en la arena, y trepar por las escaleras de piedras requirió que uno de los policías la levantara y la cargara en sus brazos.

Cuando subieron, el auto arrancó de inmediato, dio un giro de ciento ochenta grados, las ruedas chillaron un poco, y se dirigieron hacia el hospital que una operadora indicaba por la radio.

Ya no podía sentir las manos ni las piernas. El agua resbalaba todavía por su cuerpo, mojaba los asientos, las alfombras del piso. Envuelta en esa chaqueta de policía, temblaba, y se sentía también despojada de esa pena que le había apretado el corazón durante tanto tiempo.

Miró en el espejo retrovisor los ojos del hombre que manejaba, puestos en el camino.

Y comenzó a preguntarse cómo iría para poder rehacer el trayecto de vuelta a casa.

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