El placer revelado (disponible gratis hasta el 31/12/2024)

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Rueda el cubo y en una de sus caras yo subo las escaleras, uno a uno comienzo a subir los escalones y elevo la mano en el aire y sin mirar encuentro el pasamano, es la escalera de mi casa y es una escalera que no he subido nunca, mi hermana me espera allá arriba, lo sé, en el pasillo que distribuye hacia las habitaciones, y es por ella que me atrevo a subir las escaleras de esta casa que es toda nuestra, no hay nadie más que nosotros, mi padre se ha ido o no ha llegado nunca, mi hermana está parada en silencio a la espera de que yo termine de subir los escalones y mientras me acerco a ella tengo la sensación de entregarme al peor de los destinos, un peligro blanco, sordo y sin violencia.

En el mismo aeropuerto donde nos alguna vez nos habíamos despedido, ahora mi hermana y yo volvemos a encontrarnos. Esta vez no es con toda su familia que regresa, es decir, no ha vuelto con su marido y con sus dos hijos, ellos se han quedado allá, con sus compromisos de trabajo y sus días de escuela. Han enterrado aquella otra vida, la que han dejado acá, de este lado del mundo, como si hubiera pertenecido a otra gente o no hubiese sucedido nunca, como si el tiempo hubiera hecho brotar una vida nueva que empujara a la anterior, hasta volverla gris y luego invisible, hasta hacerla desaparecer a fuerza de nuevas costumbres adoptadas convenientemente en el extranjero, aunque de vez en cuando aquella vida vieja regrese, caprichosa y sádica, para recordarnos con algún detalle sin importancia quienes somos en realidad. Lo primero que veo es la valija sobre un carrito para transportarla, y luego la veo a ella, recién bajada del avión. Lleva el pasaporte y los papeles de migraciones en la mano. No hay mucha gente a mí alrededor, esperando a los que arriban al país, y ella me descubre con facilidad, parado con las manos en los bolsillos. Me alegro de que esté aquí. De verdad me alegro. Ella se detiene un segundo al verme, como si de algún modo no esperase encontrarme; después nos abrazamos, cuando la tengo cerca. No es la misma valija con la que se fue, pienso, y no sé por qué me fijo en eso ahora, pero me doy cuenta que no es la misma valija con la que se ha ido años atrás. Le pregunto cómo está, pero ella no responde, tampoco deja de sonreír, como si ocupara la boca en eso en lugar de responderme, como si ganara tiempo ante mi pregunta; sonríe y me mira y al fin dice que ella también está contenta de verme, pero no responde en realidad a mi pregunta, no dice cómo se siente, cómo está allá, cómo está mi cuñado y mis sobrinos, no me cuenta lo difícil de vivir tan lejos, de empezar de nuevo, un nuevo nombre, una vida nueva en un nuevo país. En cambio, me pregunta cómo estoy yo, porque soy yo el que se ha quedado acá, en la misma vida de siempre. Yo tampoco contesto, en realidad no sé qué decir, intento armar una respuesta que incluya sin demasiados detalles mis días en estos últimos años, pero mi hermana comienza a caminar hacia la calle, donde están los autos, y se aleja unos pasos de mí y de mi respuesta. No quiere saber mi hermana de mi vida acá; el mundo, para ella, solo existe en aquel otro lado. Acá sólo quedan esos recuerdos que ella siempre me tiene que volver a contar.




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