El placer revelado (disponible gratis hasta el 31/12/2024)

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Carlos estaba ahí, sentado en el sillón del living, yo estaba parado frente a él con las manos en la cintura. No sólo su rostro, ahora todo su cuerpo había tomado un aire más serio –minutos atrás había dicho que tal vez lo andaban buscando— y a partir de ese momento se había quedado con la mirada gacha y en silencio, pero atento a mi reacción. Al principio no me preocuparon sus palabras, pero luego llegaron hasta mí con otro peso, desde el fondo de mi mente una sombra comenzó a avanzar, ahí dentro una opacidad se volcaba sobre otra, y en esa negrura se recortó la figura de un hombre, era Carlos, y también la figura de una mujer, que a su lado se doblaba y se rompía como si fuese de cartón. Pero yo me resistía a pensar en eso que Carlos se empeñaba en confesarme a medias, esa parte vacía de su discurso me obligaba a imaginar la otra parte de la confesión que no decía, y yo solo pretendía fijar mi atención en otras cosas; en esos momentos solía quedarme así, dentro de mí mismo, a pesar de lo que él me estuviera contando, viéndolo a través del hueco de los ojos, espiando sus gestos varoniles, los movimientos algo torpes de sus manos, la curva que al reír se formaba en sus mejillas, aunque ahora no sonriera. ¿Quién lo andaba buscando?, me pregunté de repente, ¿la policía de Bruselas? ¿Qué le podría haber hecho a esa mujer con la que había salido por última vez? Intenté regresar a eso que imaginaba, escondido detrás de la máscara de mi rostro, pero manteniendo ese gesto de preocupación por lo que acababa de escucharle decir; el ceño fruncido, los ojos en los suyos, mi boca cerrada, los labios algo apretados, y sin que se diera cuenta lo imaginé estirar sus brazos hacía mí, ahora me empujaba hacia él y yo caía riéndome arriba suyo, y aunque hacía el débil intento por zafarme de sus manos no quería hacerlo en realidad, me tenía a su merced así que me rendía nomás, él me apretaba el cuerpo y me demostraba que era más fuerte que yo; nos quedábamos quietos un momento, preguntándonos cómo seguir este juego que acabábamos de iniciar, nos mirábamos envueltos en el silencio incómodo al descubrirnos uno encima del otro, como dos niños que juegan sin saber a lo que juegan; pero no somos niños, imaginé que no éramos niños y que los segundos parecían estirarse como para darnos la oportunidad, ese hormigueo que ahora sentía Carlos en el cuerpo, que lo confundía y lo llenaba de vergüenza también, mucho más cuando me veía que comenzaba a rodearlo con mis brazos. Hasta que Carlos dijo algo pero yo no logré escucharlo bien, todavía anidaba en esa burbuja tibia en la que había estado esos últimos segundos, hasta que esa imagen nuestra que se había estado formando en las sombras de mi mente se apagó de golpe, como si fuera la pantalla de un viejo televisor que hubiera estado mucho tiempo encendido, dejando por un largo y triste momento el fantasma de esa última luz, proyectada desde un tubo de cuarzo sobre la superficie curva y vidriosa de mis ojos. Quise tomar distancia –la necesitaba—, y regresé a la cocina; no supe qué hacer, y me limpié los restos de pulpa de limón que se me habían pegado entre los dedos.




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