El placer revelado (disponible gratis hasta el 31/12/2024)

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Nadie sabe con certeza cuántos años tiene Tito. Yo creo que quince, diecisiete a lo sumo. El hombre que lo trajo de regreso al pueblo desde las escaleras de aquel hospital, donde lo encontró viviendo entre cartones y frazadas mojadas, tampoco lo sabe. Para Tito todo su sucedió muy rápido, o muy lento. Eso depende de cómo recuerde el asunto. Cuando se acuerda del auto detenido con las puertas abiertas, lo siguiente que se le viene a la cabeza es la ruta y esa agua amarronada alrededor del camino, la entrada al pueblo sin luces, las copas de los árboles enloquecidas con un viento que venía de todos lados, el frente de un negocio de persianas bajas, y después un catre de tirantes metálicos que resultó ser más blando que el suelo. Si lo piensa así, entonces todo sucedió muy rápido.

Pero cuando recuerda la primera noche que la araña bajó a verlo todo le resulta extraño, y muy lento. Entonces lo piensa así. Aquella noche descendieron del auto, era muy tarde y no había nadie por la calle. Se levantaron las cortinas de la carnicería, entraron y volvieron a bajarse. Una puerta como secreta que conducía hacia el sótano se abrió como por sí sola, y la mano de aquel hombre apoyada en su espalda lo invitó o lo empujó para que bajara. Tito obedeció, sin miedo. En el sótano encontró que había un catre, y un colchón mal usado, unas cajas vacías tiradas por el suelo, nada más. El hombre no había bajado con él. Tito levantó la mirada, con la luz que venía desde arriba sólo alcanzaba a verle las piernas allá arriba en los primeros escalones.

-¿Voy a quedarme acá? preguntó.

Hubo silencio. La puerta volvió a cerrarse.

Durante semanas enteras permaneció allí, casi a oscuras, protegido de la intemperie a la que ya se había acostumbrado, incluso alimentado con cierta frecuencia. Como si fuese un tubérculo en la negrura del aire bajo tierra, se fortaleció en silencio y ganó peso, y en la necesidad de moverse por el lugar extendía los brazos y aprendió a ver sin usar los ojos. Cuando la puerta se abría, la luz rodaba por los escalones y el hombre bajaba con esa luz, apoyaba en el catre un plato de comida y lo observaba comer. Luego el hombre se retiraba, y la puerta volvía a quedar cerrada, pero sin llave. Tito prefería quedarse allí, se sentaba en el piso durante horas, sin saber si era plena noche o pleno día, se acordaba de la sala de hospital donde había estado internado, en especial de las caras de los otros chicos, y les inventaba una historia, a cada uno de ellos. Cosas horribles, que en definitiva se parecían mucho a su propia historia. Hasta que un día subió aquellas escaleras negras que encontraba tanteando con las manos. Abrió esa puerta por donde aparecía el hombre, le llegó la luz lacerante de la superficie, y se encontró en un lugar en el que no había imaginado nunca. Al principio no comprendió donde estaba. Luego sintió el aire helado, y enrarecido, un olor ácido hizo que levantara los ojos. Vio toda esa carne muerta colgando de unos ganchos de acero. El hombre que lo había traído apareció en la cámara de frio con un cuchillo en la mano, y se sorprendió de encontrarlo ahí. Ya era de noche, el negocio había cerrado minutos antes. Estaban solos. Tito preguntó

-¿Vos sos mi papá?

El hombre no respondió. Hundió el cuchillo en la carne, hizo un corte perfecto, lo peso en su mano, y regresó al salón.




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