Pequeño acto final. La maldad suele muchas veces disfrazarse de accidente.
El oficial pone su mano abierta sobre la espalda de Tito, ejerce en ella una leve presión para indicarle que camine, y al mismo tiempo el comisario lo toma del hombro y lo dirige hacia el pasillo. Salen los tres. Varios metros más adelante está la puerta entreabierta de aquel cuarto en penumbras que utilizan de calabozo. El comisario se adelanta, les hace señas de que esperen, ingresa y se mueve ahí dentro; se lo ve agacharse junto al colchón que hay en el suelo. Cuando vuelve a salir, en su mano lleva la sábana rasgada con la que van a ahorcar a Tito.
-Metelo nomás, le ordena al oficial.
Tito se agarrota, sus pies se estacan a las baldosas del pasillo. Hay algo de animal en el gesto del muchacho que adivina la entrada al matadero. El oficial lo empuja, pero sin violencia, aunque esto es suficiente para que Tito pierda apenas la vertical, y al inclinarse hacia adelante su reflejo hace que su pierna se adelante, y tras otro leve empujón lo introducen al calabozo. El comisario se hace a un lado, los deja pasar. El oficial camina detrás de Tito, como le han enseñado, con su brazo extendido toma distancia del prisionero.
Al entrar al cuarto un aire plomizo les cae de repente sobre los hombros, apagando los bordes de ambas siluetas. El comisario se queda afuera, teme que el oficial se arrepienta o que Tito salga corriendo, sabe que eso lo obligaría a ir a buscar su arma que ha dejado en el cajón abierto de su escritorio. Ahora que se encuentran en el centro de la penumbra de esta habitación, tanto Tito como el oficial parecen ser uno la copia del otro, miden más o menos lo mismo, son igual de flacos, se mueven de un modo parecido. Ambos llevan la cabeza gacha, vencida, como un par de marionetas abandonadas se han parado alrededor de una silla que encuentran casi de sorpresa; el comisario la ha dejado antes allí a propósito. Si no fuese por el uniforme cómo única diferencia, podría enroscarse aquel pedazo de sábana que el comisario trae en la mano en el cuello de cualquiera de los dos.
-¿Voy a quedarme acá? pregunta Tito.
Ninguno de los dos hombres le responde. No se atreven.
El oficial busca con la mira a su alrededor, algo lo incomoda más allá del momento. Un sonido grave parece vibrar bajo sus pies, unas herraduras chocando contra el suelo. Observa hacia la negrura del fondo de este cuarto, y unos segundos después encuentra ese cuerpo enorme delante suyo, con la forma de ese caballo fiero. En alguna parte de esa oscuridad se encienden unos ojos grandes, redondos, que ya conoce. Estos ojos llegan también desde un sitio lejano de su memoria. Lo miran fijamente, con odio; esta es la noche en la que ese hombre que vivía con su madre lo castiga y lo encierra ahí adentro; el oficial siendo un niño atrapado con esta bestia enloquecida hasta la mañana; horas de pie contra un rincón, sin la posibilidad de quedarse dormido, con el miedo de que este animal comience a patearlo y lo aplaste contra el suelo. Aquel niño no recuerda por qué lo habrán castigado, ¿por esconder las llaves de la camioneta del patrón? ¿por negarse a pasar la noche fuera de la casa? Ya no hay tiempo esta vez de correr hacia el arroyo.