El comisario entra a la habitación, ya están los tres dentro del calabozo, y el oficial vuelve a la realidad de este cuarto, a dejar de ser ese niño. Pero no es un hombre aún, entonces no es nada todavía. Cuando la voluntad es débil, o cobarde, las acciones se encadenan por sí solas como si obedecieran un impulso ajeno, y en su orden preciso e inevitable gestan aquella infamia que sus autores desean llevar a cabo pero que no se atreven a realizar. Para eso el comisario se para en la silla, comienza a atar la sábana a la viga del techo. Al oficial le quedará la tarea de esposarle a Tito las manos tras la espalda y meterle la cabeza dentro del nudo.
-¿Y el balde por si vomita? pregunta desde arriba de la silla el comisario.
El oficial se queda en silencio. Tito espera a un costado, no parece estar nervioso. Tal vez por la pastilla que le han molido en la empanada que le han dado, o quizás porque ya sabía desde hacía mucho tiempo y a su modo que su vida iría a terminar así. Observa al comisario hacer el nudo en la viga como si de aquello no dependiera su muerte, y lo único que se pregunta es si la araña será capaz de aparecerse en esta oscuridad que los rodea. El comisario tira de la sábana con fuerza, está satisfecho con el nudo que ha hecho, la sábana no va a rasgarse parece firme, capaz de soportar el peso que están por cargarle. Tito nota que el oficial ahora se mueve muy lentamente, su mano va hacia la cintura, busca eso que encuentra. Un segundo después el comisario se queda quieto, incómodo con los brazos todavía en alto porque siente en la espalda el contacto duro, firme y sostenido del caño de un arma. Tito retrocede unos metros.
-¿Qué hacés?, pregunta el comisario entre dientes.
Parado en la silla, de espaldas sin poder ver al oficial, el comisario vuelve a decir
-¿Qué es lo que hacés, pelotudo de mierda?
Tito observa la escena. No sabemos si comprende lo que sucede, pero ha dado varios pasos hacia atrás y su figura se desvanece casi por completo a medida que se interna en la penumbra del fondo.
-Me perdona, comisario, dice el oficial. Yo no puedo.
Su voz tiembla, está llena de culpa, de miedo también. Pero el caño de su arma sigue firme contra la espalda de su jefe. Es la claudicación del niño que ya no existe, y en el aire queda suspendida esa voz nueva que desconoce, la del hombre que se descubre siendo. El oficial siente en la nuca el cosquilleo nervioso de unos labios carnosos, húmedos, y llenos de baba, de ese caballo que le respira muy cerca, llenándole el rostro con ese aire caliente de su aliento. Da media vuelta, con el arma que ha desenfundado apunta hacia ese bulto brilloso, a esa masa de músculo y cuero, a esa bestia que lo observa. Las cuatro patas golpean con fuerza el piso. Entonces algo cambia de forma frente a la mirada del oficial. Algo grotesco y particular comienza a transformarse en el caballo, emerge de su cuello grueso el torso y los brazos desnudos de un hombre, cuyo rostro al principio es indefinido, pero luego se materializa. Es el hombre que venía en la camioneta del patrón para robarse a su madre. El oficial dispara. De su arma parte la bala hacia aquella oscuridad. La explosión los ensordece a los tres. Y aquel sonido se expande en el aire, llena la comisaria, aturde al monte entero, viaja por encima del caserío, alcanza a todos los habitantes despiertos o dormidos del pueblo. El comisario se arroja de la silla, se acurruca en el piso; sabe que no está herido, pero quiere protegerse. Tito emerge de la penumbra, su cuerpo se forma de a poco. Tiene una sonrisa estúpida en la boca, una felicidad que no coincide con esto que sucede. El oficial le hace un ademán con el arma para que salga del cuarto. El muchacho obedece, sin apuro, sale y camina por el pasillo. Se demora dentro de la casa, y después busca la puerta principal y abandona la comisaria hacia la noche libre.