El placer revelado (disponible gratis hasta el 31/12/2024)

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El cielo que encuentra Tito al salir es negro, sólo hay unas luces encendidas de un rancho perdido en el campo, aunque no sabe si esas luces están ahí de veras o las ha encendido él mismo en su mente para poder ubicarse. Conoce la comisaria y los alrededores del pueblo, el monte y el puentecito que cruza el arroyo, pero esta noche aquel lugar es otro sitio. Y ahora que se ha puesto a correr su cuerpo se vuelve fragmentario al alejarse, se desordena y se hace más de sombra, hasta que lo traga por completo la neblina.

El oficial permanece aún ahí, de pie dentro del calabazo, junto a ese hombre que lo observa desde el suelo por entre los brazos con los que se cubre todavía la cabeza. El comisario tiene miedo de que lo maten, y a ese miedo se le suma incluso la vergüenza de que lo encuentren acribillado por un simple subalterno. La sábana que cuelga del techo alcanza al oficial y le roza la cara, como si fuese una caricia. Sabe muy bien que al hacer esto que hace perderá el empleo. La confesión que ha redactado terminará de quemarse en el cesto de basura de su despacho. Le cuesta moverse, el disparo de su arma lo ha dejado rígido, con el pecho aplastado; incluso no está seguro de no haberse meado en los pantalones. Quiere guardar el arma, pero no lo hace, sostenerla es lo que permite que el comisario sea eso que es ahora, y que se quede allí donde está. Lo que el oficial quisiera de veras es poder irse a la calle como lo ha hecho Tito. Mira al comisario por última vez, allá abajo el hombre es un ovillo hecho de miedos y rencores. Le bastaría con alzar su bota para apoyarla sobre su cabeza, pero que ganas tiene ahora de quitárselas, pesan demasiado estas botas que lleva puestas, igual que el uniforme, lo que quiere es quedarse en calzones y salir corriendo, poder sumergirse en el agua de su arrollo. Entonces gira, se desentiende de la presencia del comisario, se ubica de frente a la pared oscura del fondo. Busca con sus ojos los ojos de esa bestia, que ya no está ahí, se ha escapado hacia algún pliegue de su inconsciente. De pronto le parece que podría sostenerle la mirada y terminar de destruirla. El oficial se escucha a sí mismo respirar, siente las manos calientes como si le hirvieran, una sangre nueva le corre por el cuerpo. Vuelve a ver al comisario, y unos segundos después sale del cuarto, y cierra con llave la puerta del calabozo.

Tito arremete por el campo, el aire caliente que le baja por la garganta no le llena del todo los pulmones. Salta un alambrado, la piel se abre y le ensucia la ropa con sangre por ese alambre de púas. Los pastizales se le enredan y lo hacen trastabillar, y en el esfuerzo de escapar se ahoga con este cansancio que se vuelve insoportable. Pero eso no lo detiene, Tito correr con las piernas y con los brazos, lleva la lengua afuera, a un costado de la boca abierta, la cabeza echada hacia adelante, la vista puesta a donde quiere llegar.




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