El oficial se aleja por el pasillo, unos pocos pasos son suficientes para dejar encerrado al comisario en aquel cuarto a sus espaldas. Pero de repente se detiene porque lo escucha que se incorpora del suelo. Da media vuelta, ve los dedos que abrazan los barrotes en la pequeña abertura de la puerta. Desde aquel otro lado llegan temblando estas palabras:
-Sacame de acá.
En la voz del comisario ya no están sus órdenes de antes.
-Te lo suplico. Sacame de acá.
El oficial deja que el aire quede otra vez en silencio, que se callen incluso estas palabras dentro de su cabeza. Vuelve a mirar hacia el frente, y retoma su camino.
Tito llega hasta la carnicería, un farol cuelga de unos cables sobre la calle desierta. Con ambas manos golpea las cortinas del negocio, y el ruido que hace la chapa al agitarse es igual al trueno de una tormenta. Quiere que le abran, quiere descender al sótano donde vive, necesita encontrarse con esa boca y esa nariz y esos ojos en las manchas de humedad de las paredes. Pero esta vez resultará distinto, en cierto modo ha venido a despedirse. Para eso va a quedarse de pie junto a su catre, va a esperar a que la araña descienda. Antes de salir de la comisaria Tito dio vueltas por las habitaciones, en una de ellas encontró lo que buscaba en el cajón abierto de un escritorio. Eso que sujeta ahora en la mano lo esconde entre el pantalón por debajo de la camisa. Esta vez no piensa usar la boca, sus dientes, como hizo con el rostro de la señorita Lorena. Los bichos le dan asco. Cuando la araña se le acerque, y pretenda meterlo dentro de la cama, bastará con dejar que se le eche encima para hacerle en la barriga un agujero.
El oficial deja el pasillo, camina y entra a su despacho. Busca su silla y se sienta allí. Todo le resulta extrañamente quieto, el eco de su disparo se ha disuelto ya en la noche, y sin embargo la explosión le palpita en la mano, en el temblor de sus dedos. Desde afuera, desde el campo abierto, llega con suma nitidez un silencio nocturno. Con un gesto apesadumbrado apoya el arma sobre el escritorio, el caño queda apuntándole al corazón. Falta todavía para que aparezcan por la ventana abierta los primeros reflejos del alba, y sin embargo esta noche se ha acabado. El oficial cierra los ojos. Lentamente le parece comenzar a percibir el rumor lejano del arroyo. Su agua viva crece, se desborda, brota de su cauce y atraviesa el monte, luego rueda por la calle de tierra en busca de esta comisaria. El oficial se abandona a estos pensamientos, por debajo de las puertas un agua plateada comienza a meterse dentro de la casa. Hasta llegar al pasillo, a las distintas habitaciones, a este despacho. El oficial reclinado en el respaldo de su silla baja una mano, estira los dedos. Sus pies ahora vuelven a pisar aquella sustancia blanda del barro, de la arena mojada, en la intemperie del recuerdo se le erizada otra vez la piel. El agua le trepa por los tobillos, le toma las piernas, el agua de su arroyo llega a la altura de su silla, de su escritorio. Hace que su cuerpo pese menos ahora, cuando la comisaria entera comienza a inundarse.