Estamos los dos parados frente a la casa. Para ustedes que no lo saben, es una construcción de estilo colonial, de paredes blancas y molduras arabescas, los techos de teja dos aguas han soportado bien el paso del tiempo. Las ventanas están tapiadas con tablas de madera para evitar a los intrusos, pero a mí las tablas tapando las ventanas me hace pensar en otra cosa, en mordazas. Alrededor de la casa hay un pequeño jardín, que se extiende por ambos lados hacia los fondos del terreno; más que un jardín son dos pasillos anchos a cielo abierto, donde el pasto se ha vuelto pajoso, de un color amarillento, y las macetas contra las medianeras han quedado vacías. Sigue siendo un barrio muy tranquilo, no hay nadie más que nosotros en la calle, y eso permite escuchar los pájaros ocultos en la fronda de los árboles. Reconozco ese canto que se oye, es el mismo que aparecía cuando el amanecer entraba a nuestra habitación. La valija que trajo mi hermana ha quedado entre nosotros, más pegada a mis piernas que a las suyas. La veo cuando bajo la mirada y me tanteo el pantalón en busca de las llaves. La tengo en mi bolsillo, las llaves de esta casa que nos hereda nuestro último padre. Siempre he tenido las llaves conmigo desde que nos fuimos de la casa aquella mañana hace muchos años, sin avisarle a nadie que nos íbamos, es decir sin decirle a mi padre que lo abandonábamos. La llave apretada en el bolsillo durante todo este tiempo, como si fuera el relieve de un mapa. Miramos la fachada de la casa, pretendemos encontrar en las sombras de las paredes algo que nos haga entrar. Yo no tengo recuerdos de la casa, la veo como la vería cualquier persona que pasa por la calle, pero también veo la casa a través de los ojos de mi hermana, y ella dice que en todos estos años la deben haber pintado de distintos colores.
-No era así la casa, dice mi hermana a modo de protesta.
Como si de repente importara el color de la pintura o el estado de la fachada.
Pero es cierto, han pasado muchos años, debe estar distinta la casa, debe ser una casa distinta a su recuerdo.
-Entremos, dice ella.
Toma su valija y da un paso al frente. Yo la sigo, me acerco a la puerta, busco las llaves en mi bolsillo. Acciono la cerradura, pero algo me hace sospechar que quizá la llave no funcione; todo está gastado aquí, como a punto de hacerse polvo. Pero la cerradura cede, y la puerta se abre. A lo largo de todos estos años de seguro nuestro último padre habrá hecho muchos cambios en la casa, pero que no haya cambiado nunca la cerradura, que la llave sea la misma de cuando nos fuimos me aprieta el estómago. Es ella quién empuja la puerta hacia adelante para que pasemos. Lo primero que vemos es que todos los muebles están cubiertos por unas sábanas blancas, roídas. Yo me pregunto quién se habrá tomado el trabajo de proteger los muebles, pero en cierto modo lo agradezco; de este modo el lugar no logra ser lo que fue nuestro living, es sólo un espacio detenido en el tiempo, el escenario abandonado de un teatro en demolición. Nos quedamos un momento parados entre aquellos fantasmas de madera, sin saber del todo qué hacer, sin saber tampoco qué decir. Al cabo de unos momentos, ella se acerca a la escalera, y yo otra vez la sigo.
-Si te parece bien, dice mi hermana antes de comenzar a subir, quiero poner en venta la casa cuanto antes.
-Me parece bien, digo.
Pero más que responder, sólo obedezco a sus deseos.
Sin embargo, sé muy bien que ninguno de los dos piensa en inmobiliarias, ni mucho menos en el dinero de una venta. Ella quiere que la casa se vaya, que ya no esté más entre nosotros, que muera como ha muerto nuestro último padre, como si fuera esto posible. Escucho sus pasos en la escalera, mi hermana me tiende la mano, me ayuda a comenzar a subir. Ahora la veo vestida con su jumper de colegio, yo mismo me veo también con el pantalón y la camisa blanca de cuando iba a la escuela. Ya estamos en la planta alta de la casa, donde hay tres puertas; una lleva a la habitación de nuestro último padre, donde no tenemos permitido entrar, la otra conduce a su escritorio, donde tampoco tenemos permitido entrar. La última puerta del pasillo es la de nuestra antigua habitación. A esa puerta entornada nos asomamos. Y yo quisiera que fuese una sorpresa, pero no lo es. Ahí está eso, lo descubrimos, este objeto inexplicable, negro, enorme, y adormecido.
Ahora lo veo bien. Es un piano de cola.