Todo está negro. De a poco, desde algún lugar impreciso, unas luces se encienden.
Vemos a una mujer de pie, frente a una ventana abierta; de espaldas a nosotros. Su cuerpo es algo redondeado, macizo, y ya no es joven: tal vez tenga unos sesenta años. Aun así, hay en su forma una armonía obstinada, el eco orgulloso de una belleza anterior, que el tiempo no hubiera logrado del todo desdibujar. Lleva puesto un vestido de algodón, blanco y liviano, estampado con una flor de color lila, pequeña, repetida a lo largo de la tela; no le cubre los brazos, tampoco le llega a las rodillas. Ella permanece inmóvil, como a la espera. Su pelo es rubio, cortado a la altura de los hombros —quizá un poco más largo—, y atado con una cinta de color rosa, que apenas se mueve cuando el aire de la calle entra y lo toca. En el cielo gris, las siluetas de otros edificios se opacan a la distancia. Ella sostiene algo pequeño en una mano, que ahora viaja muy despacio –como si no supiera lo que hace, absorbida por eso que ella piensa— desde el costado de su cintura hasta asomarse hacia el vacío.
Si recorremos con la mirada la cocina de este departamento, vemos la mesada de mármol negro, unas alacenas con puertas blancas, sin brillo; un repasador azul, gastado, sobre el respaldo de una silla de madera; y una mesa pequeña, cuadrada, donde hay un florero sin flores. Un rumor apenas perceptible —aunque constante y brumoso— se eleva trabajosamente desde la calle, como una brisa húmeda que arrastra consigo los ruidos de la ciudad. De vez en cuando, si se presta verdadera atención, también se escuchan las notas agudas, atenuadas y frágiles, de alguna bocina lejana.
El marco de la ventana le llega a la cintura. Quizá eso nos preocupe un poco.
Miramos a nuestro alrededor, y no encontramos nada vivo. No hay un perro, ni un gato que le haga compañía, ni siquiera una planta dentro de alguna maceta. El florero sobre la mesa solo contiene un agua turbia. Parada a unos metros delante de nosotros, su figura nos entorpece la visión del parque allá abajo. En las calles que lo rodean hay árboles frondosos, con sus colores finales: naranja, verde, distintos tonos de violeta. El lugar se abre hacia el horizonte de un modo infinito –por supuesto no es tan grande—, y en lo que parece su centro se distingue un conjunto de hamacas, una calesita, un arenero, y unos puntos borrosos que se mueven sin rumbo, felices. La mujer observa a los niños en la plaza sin comprender del todo. Lo que suceda allá abajo es, desde hace ya muchos años, un misterio para ella.
Durante unos segundos más, frente a esta abertura de una sola hoja, más alta que ancha, ella permanece absorbida por eso que imagina en el vacío. El pecho apenas se mueve con la respiración. La mano que toca la ventana –como si con este gesto comprobara que aún permanece allí, parada en esta cocina, y no del otro lado, en aquel espacio hueco, a nueve pisos por encima de la calle—, lo hace con rabia, o con temor. Su otra mano asomada al abismo, se abre. Libera aquello delicado que sostiene. Para dejarlo caer.
Segundos después, el pequeño estruendo la alcanza. Eso que acaba destrozado contra la vereda.
Ahora gira; parece mirarnos. Al menos sus ojos apuntan hacia el lugar donde estamos nosotros.
Luego sale de la cocina.
Como no conocemos su nombre, vamos a llamarla Eleonora.