De esta mujer sabemos poco: solo algunos datos mundanos y, en apariencia, sin importancia. Paga el servicio de electricidad, el suministro de gas y de agua, y las expensas del departamento donde vive desde hace muchos años, a través de una cuenta bancaria alimentada por un fideicomiso heredado de sus padres. También ha logrado que un muchacho a quien imagina joven y extranjero –aunque nunca lo ve, ni deja que él la vea— traiga del supermercado lo necesario para no morir de hambre. Esto tiene sus ventajas y sus grandes desventajas; en cierto modo, las semanas resultan todas iguales. El pedido es siempre el mismo, ese día la puerta del living queda sin llave –pero no la de su dormitorio—, y antes de que este muchacho llegue, deja sobre la mesa de la cocina el dinero para cubrir los gastos, junto con una pequeña propina. Así consigue alimentarse, aunque hay que decir, cada vez come menos: un trozo de pan con algo de queso, y siempre una copa de vino. A veces, ni siquiera el queso.
Al escuchar el ascensor detenerse, su corazón se encabrita de tal manera que lo único que desea es llegar a ese instante en que vuelve a quedarse sola. El muchacho entra a su departamento y Eleonora se encierra en su habitación. Aquella no es la única interrupción humana que sufre. Hay un doctor. No estoy seguro de que ella conozca su verdadero nombre, o quizá le haya inventado alguno. De todas formas, se asegura de mantener el teléfono desconectado todo el tiempo, salvo el día en que espera su llamado. Ocurre siempre cada tres meses. En fin, pensemos que este nombre no miente –o es que Eleonora se miente a sí misma—, que no resulta tan joven como para ya haberse recibido, y que se llama como ella lo piensa. Doctor Y.
Cuando llega ese día señalado, ni bien abre los ojos, empieza a crecer en ella la sospecha de haber sido abandonada.
Sucede así: despierta al amanecer, se pone de pie junto a la cama, y un agua tibia le trepa por los tobillos, haciéndole cosquillas en las piernas. Lo primero que hace es apurarse hasta el living y conectar el cable del teléfono, que hasta ese momento permanece enrollado dentro de un cajón. Lo del agua tibia es y no es una metáfora: Eleonora siente, con el transcurso de las horas, que su departamento comienza a inundarse; en algún momento, se pasa la palma de la mano por el vestido para comprobar que sigue seco, y al pisar con fuerza el suelo escucha el chapoteo de su zapato. Y si se hace aún más tarde —y el doctor Y. todavía no ha llamado— cierra las ventanas por miedo a que esa agua invisible se desborde y caiga a la calle. Pero otras veces sucede algo peor.
Esto la perturba profundamente. En cuanto conecta el teléfono, este comienza a sonar, como si alguien del otro lado de la línea la hubiera estado espiando, esperando el momento exacto en que ella activara el aparato. Son operadores de telemarketing –como se hacen llamar estas personas a sí mismos— que le ofrecen seguros contra incendio, servicios de conexión a Internet, créditos a una tasa insuperable, pasajes de avión a lugares que Eleonora ya ha olvidado que existen. Por algunos breves momentos, oye a su interlocutor y se paraliza. La voz humana del otro lado de la línea –ese sonido aterrador después de tres meses de completo silencio— entra por los oídos con un tinte metálico y la invade sin remedio. Al principio, Eleonora se sorprende por la cantidad de palabras que son capaces de decir sin siquiera tomar aire: las paredes dejan de ser blancas, se manchan de grafitis en colores encendidos y titilantes, que exhiben con descaro las ofertas que esas personas proclaman.
Eleonora suelta el auricular con asco. Y retrocede tambaleándose por el living. Como si aquello que sostenía en la mano no fuera un teléfono sino un insecto gigante que se le ha prendido a la oreja.
Cuando recupera la compostura –o al menos logra sentirse un poco mejor— vuelve a acercarse al aparato que ha quedado con el auricular colgando del cable, y corta la llamada intrusa. Luego retrocede. La impresión perdura, atada a la espera escabrosa de ese único acontecimiento que de veras importa.
Nada es fácil en estas cuestiones para Eleonora: ya ha sucedido que el doctor Y. deba insistir varias veces para coordinar el encuentro del día siguiente. Ahora ese sonido –el de la campanilla filosa que irrumpe— se ha vuelto una amenaza. El teléfono suena una vez, dos, tres, cuatro veces. Desde donde ella está, a unos metros del aparato, fija su mirada sin decidirse a levantar el auricular.
Del otro lado de la línea, el doctor Y. se cansa de esperar y corta la llamada. El living se sume en un aire duro, peligroso. Eleonora percibe que la luz del día ya no entra con la fuerza de unas horas atrás. Si la noche llega sin haberse comunicado con el doctor, sólo podrá pensar en una cosa: en eso que se destroza en la calle al caer desde la ventana abierta de su cocina.