El placer revelado (nuevos Capítulos)

31

Cuando el agua tibia ya comienza a rozarle el cuello, el teléfono vuelve a sonar. Eleonora sabe que tal vez no haya otra oportunidad como esta: si no atiende, tendrá que esperar hasta la siguiente cita, dentro de tres meses. Se acerca al teléfono. No sabe bien cómo lo hace, pero logra sincronizar la emoción que siente con el movimiento de su mano, y así contesta.

Del otro lado de la línea se forma la voz inconfundible del doctor Y.

El agua –que ya la obligaba a levantar un poco el mentón para poder respirar— comienza de pronto a descender, como si el piso mismo se hubiera convertido en una rejilla enorme. Eleonora saluda con el tono más natural posible. Finge estar bien, tranquila. Sin embargo, el auricular tiembla en su mano –la mano es la que tiembla—, el corazón se dilata y se contrae con furia, marcando un ritmo mucho más acelerado que el habitual.

Dice que estaba haciendo algunas cosas de la casa cuando el teléfono la sorprendió. Luego pregunta:

-¿En serio ya pasaron tres meses desde la última vez?

Ocultando esa emoción que le oprime el pecho, con lo que le queda de voz, agrega:

-Entonces lo espero mañana.

La conversación no dura mucho. Eleonora se esfuerza para que eso que la mantiene erguida no se quiebre del todo. El doctor Y. confirma su visita para el día siguiente. Ella responde:

-Déjeme ver si mañana voy a estar en casa…

Al cabo de unos momentos de teatrales silencios, concluye:

-Sí. Mañana a esa hora está bien.

Lo que sucede al día siguiente no es fácil de entender, pero ocurre así: Eleonora se levanta más temprano que de costumbre, incluso antes del amanecer. Se quita toda la ropa, y la dobla sobre la cama. Sin encender las luces, envuelta en la penumbra que todavía se aplasta contra las cosas, se dirige al baño dentro de la habitación. En el reflejo turbio del espejo, observa con atención ese rostro cada vez más extraño. Lo mira por un largo rato, por todo lo que no lo ha mirado en estos últimos tres meses. No le parece estar viendo la cara de otra persona, sino la cara de la persona que es capaz de recibir al doctor Y. Luego abre la ducha, se para debajo de esos hilos calientes que brotan de la oscuridad misma del techo –si ha encendido las luces para verse en el espejo ahora las ha vuelto a apagar—, y es el agua lo que va creando la forma de su cuerpo.

Al terminar, toma la toalla y comienza a secarse: primero los brazos, luego el pecho, y las caderas, por último, las piernas. Algo le hace pensar que, si quedara un solo rastro de humedad sobre su piel, todo su cuerpo seguiría empapado para siempre, como si una ducha voladora la siguiera mojándo sin cesar. Repite la operación varias veces, con más fuerza. Por momentos se hace daño. Cuando está segura de haberse secado por completo, toma el cepillo y comienza a desenredarse el pelo con lentitud. La melena, aún tibia por el vapor del baño, le cae más allá de los hombros desnudos. Se dibuja en sus gestos una delicadeza ajena, un eco remoto que suaviza los movimientos de su mano. No es ella –no del todo—, una sombra la atraviesa desde la infancia. En su memoria se enciende, como una fotografía iluminada desde adentro, la imagen de una Eleonora niña: está sentada en una silla de madera, inmóvil, con los pies colgando en el aire. Detrás de ella, un hombre de pie la peina con una lentitud misteriosa. La niña gira, quiere ver quién está detrás –siempre es el mismo impulso, el mismo momento— y su rostro se desencaja. Eleonora niña se horroriza. Levanta las manos para cubrirse. El cepillo no es un cepillo. Nunca lo es.

La imagen se apaga de golpe. Todavía acongojada, mira por encima del hombro: ya no se fía de lo que ve en el espejo.

Pero no hay nadie detrás suyo. O siempre hay alguien, y ella no logra verlo.

Regresa al dormitorio, cierra la puerta y se queda parada frente a los cajones abiertos del placar. Elige la ropa interior con cuidado, procurando no repetir el conjunto que usó en la última visita. Luego se acomoda dentro de su mejor vestido: la prenda reservada para la llegada del doctor.

A partir de esas primeras horas de la mañana, sin que nada haya cambiado en apariencia, su departamento se vuelve un lugar extraño. Estas paredes, que suelen protegerla del resto del mundo, de a ratos se distorsionan, se tuercen como si fuesen de una pasta blanda, a causa de eso que, sin forma ni color, se asoma por las habitaciones. Es el tiempo de la espera –que se expande y se contrae—, hinchando y desinflando el departamento entero. Hasta que llega el momento exacto en el que se oye al doctor Y. llamar a la puerta.

Sin embargo, el día transcurre con cierta normalidad. Eleonora almuerza algo ligero –una pechuga de pollo a la plancha y algunas hojas verdes, o tal vez solo las hojas verdes—. Luego se sienta en los sillones de la sala y, durante todo ese tiempo en que el doctor Y. se demora en llegar, intenta no pensar en nada: cada atisbo de idea representa la amenaza de esa agua tibia que la persigue adonde sea que vaya en su departamento




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.