El placer revelado (nuevos Capítulos)

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Entonces logra quedarse así, es una pieza más entre los muebles de su casa; apenas mueve los ojos o pestañea, con la mente invadida por una especie de niebla cegadora dentro de la cual surca un hilo de electricidad que le recorre el cuerpo. De todas formas, repasa las proporciones exactas en la mezcla de azúcar y de aquel otro elemento en el fondo de la pequeña cuchara que usa siempre; el frasquito con la droga está en el estante superior de la cocina. De pronto algo la toma de la mano y todo a su alrededor empieza a girar. Aunque esté sentada, Eleonora pierde el equilibrio, y se ve obligada a recostarse en el suelo.

Luego todo queda otra vez quieto y en su sitio. Apoya las manos en la alfombra circular, junto a la mesa ratona cercana al sillón, y pega las rodillas y tensa las piernas. Después logra incorporarse. Acto seguido se acomoda el pelo y se arregla el vestido como si nada sucediera. Con una naturalidad que impresiona.

Sin necesidad de mirar las agujas del reloj –que a pesar del zarandeo todavía cuelga de una de las paredes del living—, ella sabe, con una exactitud que sorprende, cuántos minutos faltan para que el doctor Y. golpee con la segunda falange de su dedo índice sobre la superficie laqueada de su puerta. A pesar de los peligros que esto implica, la puerta queda sin llave.

En la sala, hoy iluminada por esa luz solar que entra rígida y lineal desde la tarde, se ofrece, sobre la mesa ratona del living —además del dinero correspondiente a la visita—, una taza de té que Eleonora prepara en cada encuentro. Dentro de la taza, debajo del humo, disuelto en ese líquido dorado y brillante, se camufla un polvo fino y blanco, suficiente para adormecer a un hombre durante unos largos minutos.

Ahora llaman a la puerta.

Son dos o tres golpecitos suaves, pero certeros. Inconfundibles para ella. Enredado en el aire que habita este departamento, el doctor Y. percibe un silencio profundo. Pasan algunos segundos más. No contestan. La sospecha de que no haya nadie se disipa de inmediato ante ese parpadeo en la mirilla. Unos pasos rápidos se alejan por el living. Se escucha otra puerta interior que se cierra. Entonces, el doctor Y. deja pasar unos piadosos segundos más y entra. Suponemos que lo que encuentra allí no lo sorprende en lo absoluto: todo está exactamente como lo vio en su última visita, tres meses atrás. El elefantito de porcelana blanca sobre la repisa del tercer estante, un portarretratos vacío en la mesita donde se encuentra el teléfono, un plato de losa apoyado en su soporte, donde unos gansos celestes flotan en una perpetua agua azulada. El doctor Y. da unos pasos en redondo, se asoma un momento a la ventana y contempla el cielo; a lo lejos ve unos puntos oscuros y voladores que van a posarse en la terraza de unos edificios. Al volver la mirada al interior encuentra una taza humeante de té sobre la mesa. Algo se dibuja en su rostro. Es la mueca de una sonrisa oscura, o algo peor.

Eleonora cierra con llave la puerta de su dormitorio. No necesita mirar por el ojo de la cerradura para adivinar los movimientos de este hombre que ha penetrado en su mundo. Lo imagina acomodarse en el sillón de la sala, guardar el dinero en el bolsillo del saco, alzar la taza de té que ha preparado minutos antes de su llegada. Y finalmente levantar la vista para imaginarla a ella al otro lado de la puerta.

El doctor Y. bebe su té. Lo hace de a pequeños sorbos, con cierta resignación, como si estuviera obligado. Eso que se disuelve en el líquido no afecta el gusto; se absorbe de a poco en el organismo, genera un efecto breve, pero repentino. Mientras tanto, recorre con los ojos la sala en busca de algún rastro de Eleonora.

Unas sombras alargadas se proyectan sobre el suelo, a causa de la luz solar que todavía entra por una de las ventanas, y le tocan la punta de los zapatos. El doctor Y. se mira los pies, la sensación de que el tiempo se ha detenido parece absorberlo. Su cuello pierde fuerza, la cabeza se ladea hacia un lado. La taza queda vacía, sobre la mesa. Sabe que al despertar las sombras lo cubrirán todo.

El doctor Y. es sólo un cuerpo blando, ahora. Dócil. Inofensivo.

La puerta del dormitorio de Eleonora, muy lentamente, se abre.

Ella sale de su cuarto. Hay algo de animal salvaje en sus movimientos cautelosos. Se acerca al hombre adormecido, dando una especie de rodeo, atenta a que la presa se esté del todo quieta. El corazón de Eleonora late de veras; de pronto comprende que no lo ha hecho durante los últimos tres meses. Se sienta en el suelo, junto a las patas del sillón donde yace el doctor Y., y se acurruca contra sus piernas. Por un momento permanece así, echada, y no importa que este hombre haya perdido su voluntad: le toma una mano y, como si la caricia fuera suya, la desliza por su pelo. Doblada en el piso, con la cabeza bajo el peso de esa mano inerte, Eleonora se pierde en el vacío blanco del techo. La respiración que escucha es pausada, en reposo. Ella sabe que serán unos minutos nada más, que el efecto no suele durar más allá de eso, y divide en su mente el tiempo en etapas: primero será un gato –lo que es ahora—, luego será una víbora. Después, una hiena.

La mano que la toca resbala de su cabeza, el brazo del doctor Y. cae flácidamente sobre su hombro, y el hechizo de la lisonja se desvanece. Eleonora se desprende y, arrodillada, va a ubicarse detrás del sillón. Ha comenzado el juego. Lleva su rostro hacia el suelo y se arrastra con la nariz en el piso, siguiendo un rastro. La víbora aparece por el otro lado, y se retuerce. Se topa con los pies del doctor, en su lengua viperina percibe los olores por donde este hombre ha caminado. Le afloja los cordones y le quita los zapatos que deja sobre la mesa ratona. Luego toma uno de sus pies, y lo envuelve entre sus dedos. Siente la lycra de las medias, el calor de la piel, la forma del empeine, la protuberancia dura del tobillo. Sube con los ojos; desde allá abajo, el rostro del doctor Y. se deforma en su mirada. Eleonora apoya las manos en sus rodillas, le separa las piernas. Encaja su cuerpo en ese hueco que se forma. Ahora es una hiena que se hinca –casi en una reverencia— y acerca el rostro al sexo: a través del pantalón, lo huele profundamente. Luego alza las manos y, desde abajo hacia arriba, comienza a desabrocharle los botones de la camisa. Le aparta la corbata y posa los labios ahí, en el vientre desnudo. Abre la boca, en la carne de la lengua que se asoma saborea la piel vellosa por donde sube. Llega a la firmeza de los músculos del pecho, y avanza, clava sin fuerza sus dientes en el cuello que se ofrece desprevenido. Después se monta sobre el doctor; pliega las piernas sobre las de él, sus pechos se aplastan contra este cuerpo tibio y macizo. Los rostros quedan enfrentados. Ella observa la mandíbula masculina, las cejas negras inclinadas hacia el nacimiento de la nariz, las curvas misteriosas de la fosa de la oreja. Pasa un dedo entre los labios sellados, luego lo lleva hasta los suyos. Este contacto vuelve a dibujar en su memoria los contornos ocultos de lo que ha imaginado durante los últimos tres meses. Baja la mano, se levanta apenas el vestido, sus dedos se pierden dentro de su ropa interior. Con movimientos circulares convoca la ola que sube, y amenaza con desbordarla. Una tensión profunda crece como un pulso que se amplifica, la sensación asciende, densa y temblorosa. El doctor Y. frunce el ceño, parece querer regresar del sueño profundo donde está perdido. Eso que Eleonora ha volcado en el té comienza a perder su efecto. Ella echa la cabeza hacia atrás, algo se tensa rítmicamente, y de golpe un calor repentino se expande desde el vientre hacia las piernas. Al torso. A los brazos. Se le encienden los ojos, y se le llenan de lágrimas.




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