El placer revelado (nuevos Capítulos)

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Luego se recuesta en la cama. Los bordes entre lo ocurrido y lo reflejado en el espejo comienzan a desdibujarse; se fijan en la memoria, sí, pero como un recuerdo fantasmal, capaz de cambiar de forma muchas veces durante las próximas brumas nocturnas que le esperan. De pronto ya está fuera del cuerpo. Su respiración es casi inexistente.

Y esta placidez tan absoluta basta para que se duerma.

Es media mañana. Han pasado semanas ya desde la última visita del doctor Y. Eleonora despierta, aunque solo se produce el hecho de abandonar el estado de inconsciencia en el que se encontraba un instante atrás, mientras dormía. Por un momento permanece en una quietud vegetal, boca arriba, con los brazos cruzados blandamente sobre el pecho, la mirada fija en una línea gris de la pequeña rajadura en el cielorraso. Poco a poco comienza, de un modo primitivo, a sentir su cuerpo: primero el vientre, luego los brazos, después las piernas. Una oleada de calor la va creando dentro de su cama: se forman los pies y las manos, se dividen los dedos, se le enrojece el rostro, aparece la rugosidad en los labios, brota la nariz.

Eleonora preferiría que el día no empezara, que la noche anterior se extendiera durante tres meses, y quedarse en ese estado de inconsciencia propia del sueño, donde la idea de atravesar el tiempo hasta el próximo encuentro no existe y ella permanece apartada de toda amenaza brutal. Piensa Eleonora —o mejor dicho, siente— que esta vez no será capaz de esperar tanto. Intuye que las siguientes mañanas serán cada vez más difíciles: despertará con los ruidos del doctor Y. al llegar a su departamento, aunque no sea ni el día ni la hora acordada, y al asomarse desde su habitación no encontrará a nadie: solo la quietud y el vacío de su living bajo el manto dañino de esa luz solar que permite la ventana. Y cada mañana será ese mismo día. Repetido y silente.

¿Pero por qué cada tres meses? ¿Y no cada dos? ¿Y si solicitara la presencia de este hombre una vez por semana? ¿Por qué no contratar sus servicios todos los días? Ha hecho cuentas ya: la mensualidad que recibe solo alcanza para esos cuatro encuentros al año. Aunque esto no sea más que un tecnicismo, porque ella no tiene su número de teléfono: es él quien llama. Podría evitar otros gastos y dejarle una nota junto al té: Quiero verte antes de nuestra próxima cita. Ya lo ha hecho, y el Doctor Y. no parece querer acortar la espera: el precio que paga por tenerlo a su merced –desnudo en su sala— no se mide en dinero, sino en aquellos noventa días de tormento.

Entramos a la cocina. Vemos a Eleonora de pie, de espaldas a nosotros, frente a la mesada, con la cabeza un poco gacha. Sostiene algo entre las manos. El movimiento de su brazo se interrumpe de golpe al descubrirse en el fondo de la olla: su reflejo, deforme y metálico, le devuelven la mirada. Allí nace esta sensación –o más bien la certeza— de que apenas deje de hacer esto que hace –refregar por enésima vez la olla— una angustia feroz comenzará a crecer en su cuerpo. Hasta que no se involucre en otra acción cotidiana que logre distraerla, la opresión se irá haciendo cada vez más grande y poderosa, hasta ahogarla por completo.

Eleonora deja la olla sobre la mesada. El interés por que quede limpia se desvanece de inmediato. Pero la olla se empecina en reflejarla. Siente avanzar, de súbito, la vergüenza de quedarse cohibida frente a esa mujer pequeñita de la olla, envuelta en una laca rígida y transparente de impasibilidad. Baja los ojos ante sí misma, ante su doble. Son esa fijeza, esa quietud en el reflejo, las que la someten.

De pronto escucha unos pasos livianos en el living: sus propios pasos. Si se mueve, la mujer en la olla se deformará hasta desaparecer; mientras tanto, la Eleonora que camina se dirige hacia la puerta de calle para terminar de abandonarla. Su cuerpo triplicado se vuelve cada vez más traslúcido. Eleonora decide correr hasta el otro extremo del living –la mujer en la olla se dobla y se pierde, como en un sueño que se desarma a medida que se intenta retenerlo—, pero ya no hay nadie más allí. Entonces se busca en su dormitorio, y al pasar delante del baño se detiene. Entra. Se para delante de aquella imagen en el espejo. Su mano se alza en el aire, sin ninguna correspondencia. En este desfasaje, la otra Eleonora no reacciona, permanece inmóvil, con los brazos caídos junto al cuerpo. Hasta que aquellos labios se abren para hablarle:

-Mañana vendrá el doctor Y. a visitarte.

Eleonora no comprende. Piensa unos segundos. Todavía faltan semanas. Siente algo en su interior que se desplaza, como si una corriente eléctrica le rozara el estómago. Da media vuelta y sale del baño. Deja su habitación, y al pasar por el living el eco de sus pasos la acompaña, como si cada pisada fuera replicada por otra versión de sí misma que todavía deambula por allí. Entra a la cocina. Se acerca a la olla, aparece un rostro difícil de entender: ese ojo de ballena, esa media boca torcida, esa nariz como una papa que repiten:

- Mañana vendrá el doctor Y. a visitarte.

Recuerda que debe conectar el teléfono. Regresa al living, lo busca con los ojos y encuentra el cable suelto junto a la pared. Se agacha, está por metérselo en la boca, para que la llamada se produzca de inmediato al enroscar el cobre pelado a su lengua.

Algo la detiene. Deja otra vez el cable en el piso y se aleja del teléfono, como si se alejara de la duda que comienza a torturarla. Entonces se sienta en el suelo, en un rincón del ambiente. Con la mirada fija en aquel aparato. A la espera de la llamada.




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