El placer revelado (nuevos Capítulos)

37

Pronto habré entrado en sus tripas, piensa.

Un momento después, no hay más que ese silencio espeso y profundo que se forma alrededor de quien duerme. Eleonora espera a estar segura. Primero entorna la puerta y se queda así, con media cabeza afuera de la habitación. Le parece oír la respiración pausada, casi nula, del muchacho. Luego sale, da unos pasos en dirección al sillón y, con suma cautela, lo rodea. Descubre un rostro joven, desencajado, con la boca apenas entreabierta. La piel es trigueña –más oscura que la del doctor— y el pelo negro, bien lacio, le rodea las orejas. Sus ojos achinados aprietan y se cierran, como si algo le doliera. Eleonora se arrodilla junto a él, toma la mano del muchacho y la apoya sobre su cabeza. La mueve en el intento de una caricia, pero es una mano que no sirve, no tiene peso, ni gracia, como si estuviese hueca. Antes que esta profunda desilusión arruine sus planes comienza a desatarle los cordones. Eleonora se pregunta en qué animal se estará transformando, porque no lo sabe aún, pero lo descubrirá con la habilidad de sus nuevos sentidos. Las zapatillas están sucias y gastadas, con su olor a barro seco. Un buitre barbudo toma uno de sus pies, lo envuelve con la mano como si buscara descifrarle el pulso. Siente la dureza del hueso, la articulación del tobillo. La mujer buitre lo suelta y se repliega. Rodea el sillón apoyando los codos en el suelo, y aparece con sigilo por el otro lado. Ya ha cambiado otra vez de forma, ahora trepa con sus manos por las piernas flacas del muchacho; siente en el hocico de coyote la rudeza de la tela del jean. Con cierto cuidado le levanta la remera, unas motitas de pelo negro le rodean el ombligo. Un aire tibio se emana desde la piel desnuda, un sudor adolescente –de veredas rotas y bicicletas viejas—se le pega al paladar. Eleonora alza la cabeza, observa el rostro aniñado, dormido. Entonces se monta sobre la presa; primero una pierna y después la otra. Su rostro cambiante –de pantera negra— se pega al rostro del muchacho, y comparten la respiración. Luego hecha la cabeza hacia atrás, arquea la espalda con esta nueva aptitud felina, y desabrocha los botones de su vestido. Sus pechos se liberan, se vuelcan hacia el muchacho. Con la mano le acomoda el pelo que le cubre parte de la frente. No le gusta lo que ve, no es el doctor Y., pero al menos es alguien. Un cuerpo sólido. Caliente y necesario. El muchacho se mueve bajo el peso que recibe, parece molesto, como queriendo despertarse. Atenta a esto, la mirada de Eleonora viaja velozmente hacia la taza de té sobre la mesa ratona: no la ha bebido toda; apenas le dio un sorbo. Los ojos del muchacho se abren llenos de asombro. Su boca se mueve, a punto de producir un grito. Ella quisiera dar un salto de pantera, correr en cuatro patas hasta su cuarto, a su cueva, a refugiarse. Pero no hay tiempo. La voz del muchacho comenzará a escucharse en todo el living, su pedido de auxilio será tan insoportable como aquellas voces de los empleados de tele marketing cuando la invaden por teléfono. Eleonora tensa los músculos del brazo, lleva sus manos a esa boca abierta, donde presionan con fuerza. La cabeza del muchacho se sacude, el pelo lacio se alborota. Eleonora soporta los golpes en su espalda. Unos segundos más tarde, eso que ha volcado en el té vuelve a provocar su efecto, y la voluntad del muchacho se desinfla. Eleonora retira sus manos –ya no hacen falta—, y contempla su rostro desvalido. Todavía encima suyo se acomoda el vestido y abrocha los botones. Y de pronto siente que pierde toda forma animal. Antes de ser de nuevo Eleonora, baja del sillón, y por un momento se queda allí.

Mira sus manos, manchadas de un temblor que no desaparece. La fuerza de esta vergüenza que la atraviesa la obliga a comprender que quizá haya cruzado un límite. Se pregunta quién es ahora, quién es después de haber visto esos ojos abiertos, llenos de miedo. En su interior algo se deshace, como un hilo que se corta de golpe y la deja colgando en el vacío.

Piensa en la taza de té, en ese sorbo que no bastó para callarlo por completo. Le cuesta sostener la mirada, reflejada en el charco de sombra que se forma bajo la mesa ratona. El mundo pierde consistencia bajo este cristal roto que cambia la forma de las cosas. Todo el ambiente le resulta ajeno: las sillas, la alfombra, el sillón, las paredes mismas.

Entonces, con paso lento, camina hasta su habitación. Cierra la puerta tras de sí. Y se encierra.

A la mañana siguiente, Eleonora espía el living por el ojo de la cerradura. La noche ha sido larga, llena de sombras. Ha permanecido en vela, esperando oír al muchacho levantarse y salir del departamento. Pero la luz solar que ahora inunda la escena no hace más que acentuar el silencio, su quietud definitiva. Eleonora distingue el respaldo ancho del sillón y la mano inerte del muchacho, que cuelga blandamente a un costado, vacía de voluntad. El instante en que despierta y se incorpora para irse parece haber quedado suspendido para siempre. Mientras esa mano caída siga allí, al otro lado de la puerta, aquel lugar será un territorio perdido al que ya no podrá regresar.

Todavía duerme, piensa Eleonora.

No se atreve a nombrar la rigidez del cuerpo de otro modo.

Entonces vuelve al centro de su cuarto –cada vez más estrecha— y se sienta en el borde de la cama, con las manos apretadas entre las rodillas. El aire se espesa, el encierro le roba el aliento. Y entretanto se demora el momento de volver a quedarse sola, Eleonora advierte que esta espera le resulta más familiar que cualquier otra cosa.

En el resplandor que se filtra por la rendija de la puerta se dibujan formas cambiantes, sombras que la miran desde el otro lado.

Somos nosotros, junto al cuerpo del muchacho. Viendo hacia aquella habitación cerrada.




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