Rueda el cubo y en una de sus caras mi hermana todavía no odia a mi padre, yo no intento odiar a mi padre tampoco y mi padre no está, o sí y es ese señor alto al que no alcanzamos del todo a ver, al que queremos como se quiere a un padre verdadero, y cuando miro a mi alrededor mi hermana ya se ha ido, yo veo su vaso de leche chocolatada vacío sobre la mesa, y escucho todavía los ladridos del perro, veo las macetas del patio a través del vidrio de la puerta pero no la veo a ella, no veo a mi hermana, ya no está en aquella cocina conmigo.
Hace ya algunos años que mi hermana vive en el extranjero. Ha decidido comenzar su nueva vida en otro lado, en una ciudad de otro país, lejos de todo esto, y lejos de algún modo también de mí. Se ha ido, mi hermana, se ha llevado consigo a su marido y a sus dos hijos hasta un lugar lejano e imposible, y si no menciono donde está es que me gusta decir que está en el extranjero, porque da lo mismo en qué país se encuentre, el asunto es que se ha ido. Ella dice que es temporal, que no va a quedarse allí para toda la vida; necesitaba cambiar de aire, ver gente nueva, un nuevo idioma dentro de nuevas costumbres, y cuando dice esas cosas se pone triste y su voz en el teléfono llega envuelta en la ternura que le conocía cuando todavía vivía aquí conmigo. Sé que mi hermana siente lástima por mí, lo sé desde aquella vez en la terminal de aeropuerto donde nos despedimos; los pocos recuerdos que tengo son así, desordenados y confusos, y en este recuerdo mi hermana vuelve a ponerse seria y dice que lo mejor es que yo también me vaya. Pero yo me quedo acá, ocupando de alguna manera el lugar que ella abandona, no puedo hacer otra cosa más que esto, aferrarme a lo que no tengo. Su marido había aceptado la decisión de irse sin hacer demasiadas preguntas, yo mismo los había acompañado hasta el aeropuerto con la ilusión de que mi hermana cambiara de opinión a último momento, pero desde luego eso nunca sucede, o sucede sólo en las películas, según me entero cuando voy al cine. Mi hermana no dice que debería irme con ella, a la misma ciudad a la que viaja con su familia, sólo dice que debería irme del lugar donde crecimos, y yo pienso que decir eso es lo mismo que no decir nada. Sé que mi hermana está desilusionada con mi falta de odio, con mi posibilidad de olvidar; ella dice tu posibilidad de olvidar con cierto desprecio, como si esto fuese una elección para mí. Yo pienso en el peligro de odiar, o de amar. Son cuestiones que se vuelven tarde o temprano incontrolable. Entonces desvío la mirada, busco en las pantallas del mostrador de Aerolíneas Argentinas los vuelos de esa noche: Madrid, Auckland, San Pablo, Miami, Estambul. Solo sé que ella se ha ido, hace ya algunos años, y desde aquel entonces, cuando quiero recordarla, ya tampoco puedo hacerlo.
En su mano están los cuatro pasajes de clase económica, boletos sólo de ida, ella caminando por el aeropuerto. Su marido y sus dos hijos detrás, yo viendo cómo se alejan. Mi hermana sube por unas escaleras mecánicas, su imagen se recorta, la imagino atravesar el sector de pre embarque, y se va de mí. Antes de abordar el avión mira hacia atrás, hacia ese túnel movedizo que se sostiene en el aire. Y será que lo invento, no hay modo de que pueda acordarme de nada de esto, será que no habrá sido así. A la distancia dice que me ama. Lo dice sin palabras, a su hermano que está ahí abajo, parado en medio de la gente, sin saber qué hacer.