Rueda el cubo y en una de sus caras ya no estoy en la cocina sino delante de unas escaleras que conducen a la planta alta de la casa, un silencio baja del piso superior y se extiende por todo el living, ya no escucho ladrar al perrito blanco, no escucho los ruidos de mi padre en la cocina, la casa está vacía de gente, y sin embargo algo me llama desde la planta alta de la casa, me llama a través del silencio que baja por las escaleras, pero yo no me atrevo a subir, tengo miedo, ésta es mi casa, pienso, debería ser mi casa, debería no tener miedo, y sin embargo no me atrevo a subir las escaleras.
Lo que me cuenta mi hermana es que un día ella había comenzado a sospechar. Hizo preguntas, y no encontró en nuestro último padre sino las mismas respuestas de siempre. Mi hermana dice que escribió cartas, que pasó noches sin poder dormir, que fue a reuniones y que hizo llamados telefónicos, que golpeó puertas, y que durante esos meses sufrió a escondidas para que yo no sufra. Ella lo dice así, sin obviar ningún detalle, como si quisiera no tener que volver a repetírmelo cada vez que yo vuelvo a insinuar que lo que nos habían contado quizás era cierto. Hasta que un día ella encontró la verdad de nuestros padres. La razón de por qué esas personas, cuyos rostros eran hasta aquel entonces un misterio para nosotros, nos habían abandonado. Yo tenía dieciocho años, ella veintidós cuando lo supimos. Debo confesar que no la ayudé en nada durante aquel proceso, peor aún, creo que deseaba en secreto que fracasara o que sus sospechas fuesen un delirio, o que al menos ella desistiera en su intento de buscar nuestra verdadera identidad. Ese día nos abrazamos en la calle, y nos pusimos a llorar. Mi hermana dice que yo me apreté muy fuerte contra su cuerpo, que casi la dejo sin aire. Un momento atrás, un empleado estatal le había entregado una carpeta amarilla, en una oficina de paredes grises con estantes abarrotados de carpetas amarillas iguales a la nuestra. Llovía, dice ella, nos mojaba desde el cielo un agua tibia. De este modo nos despedimos de la vida que llevábamos hasta aquel momento, y nuestro futuro cambió para los dos. Sin entender que sucedía mi memoria dejó de funcionar, a veces pienso que un botón invisible habrá sido presionado dentro de mi cabeza, en un gesto de supervivencia, de auto protección. Y en aquel instante preciso cuando me separé de los brazos de mi hermana me despedí de mi memoria, como si todos mis recuerdos hubieran decido quedarse con ella.
Esa misma noche nos fuimos de la casa donde nos habíamos criado. La casa que ahora nos hereda con su muerte. A donde no regresamos nunca más.
Debo decir que no nos fue fácil salir adelante. Primero alquilamos una pieza sin baño en una pensión de pasajeros, cuenta mi hermana. Luego nos mudamos a otra pensión. Y después a otra. Pronto hubo que salir a trabajar para pagar las cuentas, ella comenzó de ayudante en una verdulería y yo esperaba de madrugada el camión que traía los periódicos. No me costaba levantarme tan temprano, dice ella, lo que no me gustaba era que se me manchaban las manos con tinta fresca. Y así nació esa vida dentro de la vida que ya teníamos, llena de estos pliegues propios de cierta pobreza, de los que hasta aquel entonces sólo observábamos en los gestos de otras gentes. Y si en un principio no me había dado cuenta, o no había querido hacerlo, una mañana comprendí que una luz cegadora había apagado de repente esa otra luz que había estado iluminando el camino por el que había andado, como si una niebla inundara y borrara el paisaje a mis espaldas. Cuando fuimos a ver a un médico, el hombre se sorprendió:
-Nunca tuve un caso así, dijo.
Se quedó mirándome.
-Amnesia retrógrada.
Lo anotó en una ficha que llevaba mi nombre.
Y mirando a mi hermana, agregó:
-O es que en el fondo prefiere no recordar.