El placer revelado (nuevos Capítulos)

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II

Han pasado ya algunos años desde que mi hermana se ha ido a vivir a otra ciudad, en otro país. No nos hablábamos seguido, es cierto, de hecho, no nos hablábamos nunca. De todos modos, yo sé que ella ha alquilado una casa allá, de una sola planta y sin jardín, que ha comprado un auto usado, rojo y de cuatro puertas, que ha conseguido trabajo con cierta facilidad, y, aunque no me lo cuente, que piensa quedarse en el exterior por el resto de su vida. El timbre del teléfono me despertó de un sobresalto. Lo escuché sonar una vez, dos veces, tres veces; al cuarto timbrazo decidí no atender. Prendí la luz del velador, miré mi reloj en la mesita de noche, me costó darme cuenta que eran las tres y veinte de la mañana. Lamenté saber que había logrado dormirme apenas unos minutos atrás, y me quedé viendo el teléfono como si de ese modo pudiera adivinar quién llamaba. Me dije que no tenía ganas de hablar con nadie, que nada bueno se escuchaba de alguien que llamaba a esas horas de la madrugada, porque de algún modo ya sabía quién era. Esperé a que el teléfono volviera a sonar, aquellos segundos fueron interminables, casi dolorosos. El teléfono al fin volvió a sonar, y yo dejé que sonara otras cuatro veces, hasta que el aire volvió a quedarse otra vez quieto y en silencio. Entonces apagué la luz e intenté volver a dormir. Sabía quién llamaba, lo sabía muy bien, y no quería atender ni escuchar su voz. No quería saber lo que ella tendría para decirme. Pero supe que volvería a llamar, una tercera vez, porque quien toma la decisión de llamar a esa hora de la noche no se da por vencido así nomás. Miré el techo, la moldura blanca del ángulo del techo; cerré los ojos, pero el techo seguía ahí, detrás de los párpados, y ahora daba lo mismo tener los ojos abiertos o cerrados, intentar dormir o bailar un merengue en medio de la habitación. Me había desvelado. La pastilla que había tomado antes de acostarme habían hecho poco efecto, o su efecto se habría evaporado con el primer timbrazo. Ya no pretendía dormirme, me conformaba con pensar en cualquier cosa, pensar en nada malo. Intenté imaginar lo que haría al día siguiente, la posibilidad de caminar por la rambla, mirar el rio hasta que me volviera ciego, dejar que el viento me dejara sordo, y sin pretenderlo terminé calculando la diferencia horaria que había entre la ciudad donde vivía mi hermana y Buenos Aires. Allí era de mañana, la gente desayunaba y luego iba a sus trabajos, miraba la televisión y sacaba al perro a la calle, o llamaba por teléfono a alguien. No sé cuánto tiempo pasó, si logré de veras quedarme dormido o sólo perderme en ese espacio nebuloso que antecede al sueño, pero la campana electrónica del teléfono volvió a sonar y con un gesto automático yo tomé el tubo y lo acerqué a lo oreja.

No dije –hola.

Ni mucho menos pregunté -Quién era.

Nada más me resigné a escuchar lo que tenían para decirme.

Al cabo de unos segundos la conversación había terminado. Apagué la luz del velador y regresé a mi silencio. No sé si tenía los ojos abiertos, pero tuve la sensación de que lloraba. El tubo del teléfono colgaba todavía de mi mano. Si es que aquello en realidad sucedía, porque era como si yo mismo fuese otra persona, acostado en mi cama en este cuarto que así en penumbras podía parecerse a cualquier otro. Lloraba con pequeños temblores, como lo hiciera un robot desarticulado. Busqué mi reloj pulsera, lo di vuelta, observé en la superficie lisa de su tapa, redonda y plateada, los rasgos improvisados de mi rostro. Así es como lloro a veces, busco mi reflejo que llora, me quedo viéndolo desde mis ojos, es la única forma que conozco de comprender aquello que he perdido. Había muerto mi padre. Sí. Había muerto mi último padre. Me lo acababa de anunciar mi hermana, por teléfono. Había muerto y nos había dejado todo. La casa donde nos habíamos criado, el lugar al que nos habíamos jurado nunca regresar. Intenté hacer memoria, imaginar al menos la habitación que compartía con mi hermana, y por unos segundos, dentro de mi mente, alcancé a ver algo; en su interior ya no estaban las paredes pintadas de un pálido amarillo ni las dos camitas nuestras, éste era un sitio completamente blanco, un no-lugar, y en su interior había una cosa enorme, negra, brillosa, al principio inexplicable




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