Mi hermana grita, como si hubiese visto esconderse a una rata.
-¿Qué es eso? dice ella.
Su pregunta es ridícula, y no lo es. Luego agrega:
-¿Qué hace un piano en nuestra habitación?
Mi pregunta es otra, y aunque no la diga en voz alta, la pienso. Nunca hemos tenido un piano en la casa, y no puedo entender cómo fue que hicieron para hacerlo entrar aquí. Imagino que hubiese sido necesario levantar el techo, contratar una grúa, derribar paredes y después volverlas a levantar en el exacto estado en el que se encontraban, con todas sus marcas en el yeso hechas por mi hermana y por mí durante la infancia, para finalmente depositar este piano dentro de la habitación. Ahí está, delante de nuestros ojos, abandonado y mudo, quizás desde la noche en que nos fuimos hasta este momento preciso en el que nos asomamos por la puerta. Entonces se me ocurre otra posibilidad, imposible desde luego, pero de todas formas dejo que esta idea cobra fuerza en mi mente, como si fuese para mí de veras importante; tal vez este piano no fue siempre así, a lo mejor llegó a la casa siendo un piano diminuto, capaz de ser alzado por las escaleras y atravesar las puertas, un piano infante que durante nuestro tiempo de ausencia hubiera crecido aquí, de algún modo reemplazándonos.
Una especie de pánico nos paraliza. Esta cosa ocupa de un modo ridículo casi todo el ambiente, y nos damos cuenta que sería necesario apretujarse contra las paredes para poder rodearlo. Su madera tiene un brillo particular, los dos miramos el piano por unos largos segundos. Yo me atrevo a entrar a la habitación, esta vez es mi hermana quien me sigue. Deslizo mi mano sobre la superficie laqueada del piano, y al buscar con mis ojos los ojos de mi hermana comprendo que ella se ha ido lejos, esta vez no necesitó abordar ningún avión; mi hermana ya no está en este cuarto conmigo, está en otro cuarto idéntico a este, siendo una niña, sentada en una de nuestras camitas con las piernas colgando. Es feliz, aunque no lo sepa del todo, solo por el hecho de pertenecer a una familia. Para distraerme, pienso en el abogado que se comunica con ella, en los papeles de sucesión, en impuestos, en inmobiliarias.
-¿Qué vamos a hacer con todo esto? pregunta ella.
Me quedo callado, no sé a qué se refiere cuando dice todo esto, pero sé que no habla de los muebles ni de la casa. Ni tampoco me pregunta a mí; habla con ella misma, con la mujer que no ha conseguido nunca abandonar del todo este lugar.
Mi hermana se sienta frente al piano, se acomoda sobre una banqueta redonda que al recibir su peso gira un poco sobre sí misma. Luego levanta la tapa de madera, donde hay escritas letras en dorado, y descubre las teclas blancas y negras.
Yo me aprieto contra una de las paredes, y con trabajo me acerco a la ventana. A través del vidrio miro el árbol plantado al fondo del jardín. Es un álamo, y está vivo. Sospecho que mi hermana y yo habremos jugado muchas veces trepándonos a sus ramas. Deseo preguntarle acerca de este árbol, quiero que me cuente de nosotros en esta casa, saber de cuando desayunábamos en la cocina, si alguna vez tuvimos un perrito blanco. Pero no logro encontrar las palabras, siento que con cualquier cosa que diga voy a lastimarla.