El placer revelado (últimos días para leer)

8

El peligro de estar ahí, lejos de sus compañeras y de las dos profesoras que comandaban la excursión, había desaparecido de repente, y la represalia que temía sufrir por haberse apartado del grupo dejó de ser una amenaza. Mariana hizo equilibrio, eso la divirtió un poco, y deslizó con lentitud el cierre de su falda, hasta que la prenda cayó por su propio peso rodeándole los pies. Permaneció así unos segundos, con la mirada en alto, similar a un maniquí. Luego llevó sus manos a la cintura, puso los dedos entre su ropa interior y su piel, y dejó que también esa prenda cayera alrededor de sus tobillos. Entonces sintió su corazón latir con más fuerza. Se desabrochó uno a uno, comenzando arriba hacia abajo, todos los botones de su camisa blanca, pero no se la quitó; la camisa comenzó a moverse con la brisa, era un fantasma que le cubría el torso y parte de los muslos. Se rio con los ojos, Mariana, se sintió segura, y hermosa, como nunca antes se había sentido. Unos segundos después, levantó apenas un pie y luego el otro, estiró los brazos cuidando de no perder el equilibrio, y se desprendió por completo de las prendas que había dejado caer a sus tobillos. Su ropa quedó en un costado, sobre el césped duro y seco que apenas crecía alrededor de los árboles. Desde ahí arriba, contempló el sendero por el que había venido. Un aire fresco le envolvía las piernas. Entonces se sentó sobre esa roca, y cerró los ojos, y permaneció así un momento, en la oscuridad de los párpados, hasta que puso una mano detrás de la espalda para poder recostarse un poco. Con la otra mano, tan solo con dos dedos, recorrió la pierna que había quedado levemente flexionada, desde los tobillos hasta la cadera, sin prisa, como si su pierna no hubiera tenido nunca esa forma y fuesen ahora sus dedos los que la inventaban. Así, desde los tobillos hacía la cintura, muy despacio, su mano subió hasta la rodilla y descendió por el muslo, el roce de las uñas le provocaban algunas cosquillas, hasta que se detuvo; giró levemente hacia el centro del vientre, y más despacio aún, como si viajara a tientas por una niebla oscura, comenzó a acercarse a esos bellos rizados del sexo. Su mano se ahueco, entonces, siguiendo la orden surgida de un instinto desconocido, como una suave cuchara de barro, y sus dedos quedaron ocultos entre las piernas. Mariana abrió apenas la boca, por donde entraba y salía un aire dulce, y tibio, y su rostro se puso serio. La yema de esos dos dedos, los que había observado con atención contra aquel vidrio frio de la ventanilla del autobús, ahora comenzaron a hacer unos movimientos circulares, delicados al principio, y firmes después, durante unos largos segundos de terciopelo, en un tiempo sin luces ni colores, en un lugar en el que no habían estado nunca, donde existía ese placer nuevo y peligroso




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