El placer revelado (últimos días para leer)

25

Al atardecer de ese día llegaron a Barcelona.

La señora Álvarez Jonét examinó atentamente a través de su ventana como se iba construyendo la ciudad a toda prisa; esa carretera junto a las vías por donde viajaban se llenaba de autos brillantes y de algunos pesados camiones; luego se armaron las casas, cada vez más juntas unas con otras, entre esos jardines verdes y veloces; más tarde se alzaron de pronto los edificios, llenos de ventanas todas iguales, en cuyos cristales se multiplicaban soles naranjas e infinitos; hasta que el tren apaciguó su marcha y finalmente entró a la estación de Sants. Al detenerse, los pasajeros comenzaron a bajar al andén. Todo el mundo parecía saber lo que estaba haciendo, como si el hecho de haber sido transportados de una ciudad a la otra por aquella enorme máquina alargada que se desplazaba a ras del suelo fuese cosa de todos los días. Un hombre de uniforme, que avanzaba por el vagón repasando con su mirada los asientos vacíos, la encontró sentada, sola. Se quedó viéndola por unos segundos, luego le preguntó si necesitaba ayuda. Desde que se habían detenido junto al andén, en la mente de la señora Álvarez Jonét había crecido una extraña y leve agradable idea; pensaba que, si el tren rehacía el camino que la había traído hasta aquí, yendo en su marcha hacia atrás, se produciría tal vez una alteración en el tiempo, no como si viajara hacia el pasado que ya conocía, sino como si pudiera viajar a un pasado diferente.

La voz del empleado que le había ofrecido su ayuda ahora le pedía que se bajara por favor del tren. La señora Álvarez Jonét se demoró un momento; el mundo, o lo que alcanzaba a ver a través de la ventanilla, se desplegaba de un modo impreciso, brumoso como en un sueño. Tal vez le costaba comprender que era verdad que había llegado hasta allí, tan lejos de su casa abandonada, y que ahora ya estaba donde había estado todas esas veces en la imaginación de sus planes. Cuando volvió a la realidad, obedeció; se incorporó, sin mirar al hombre que esperaba a su lado, y dentro de ese silencio que había viajado con ella desde que había subido al tren se dirigió hasta las puertas abiertas del vagón.

Descendió. Y comenzó a caminar por el andén.




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