El placer revelado (últimos días para leer)

29 (cuarta parte) La despedida

Todo está negro, pero de a poco, desde algún lado, unas luces se encienden.

Vemos una mujer de pie, frente a una ventana abierta. Tiene puesto un vestido de algodón blanco, liviano, lleno de flores rosas, que no le cubre los brazos, y le llega a las rodillas. La mujer está de espaldas a nosotros, entonces no podemos ver su rostro. Es rubia, lleva el pelo suelto, a la altura de los hombros, tal vez un poco más, bien peinado, atado con una cinta también de color rosa. La ventana tiene forma rectangular, más alta que ancha, de una sola hoja, amplia, por donde podría asomarse peligrosamente hacia el vacío. A través de esta ventana puede verse recortado en el cielo gris, la silueta gris de unos edificios grises que aparecen en el horizonte. Estamos en la cocina de un apartamento, lo sabemos porque además de la ventana y de la mujer vemos un fregadero de metal embutido en una mesada de mármol negro, unas alacenas con sus puertas blancas y sin brillo, un repasador azul, gastado, sobre el respaldo de una silla de madera. Aquí se escucha un rumor, apenas perceptible, aunque constante y brumoso, entrar como una brisa húmeda que se eleva desde la calle; dentro trae los ruidos de la ciudad que existe allá abajo, y el rumor de a ratos vuelve a atenuarse; también se oye, de vez en cuando, si se presta real atención, las notas agudas, lejanas y hasta frágiles, de la bocina de un algún coche. La mujer delante de la ventana nos entorpece con su figura el parque de allá abajo, los árboles de las calles que lo rodean, sus colores finales. Naranja, verde, violeta, distintos tonos de marrones. Este parque se extiende hacia el horizonte, de un modo infinito, aunque por supuesto no es tan grande, su forma es también rectangular, como la ventana, y en lo que parece ser su centro se distinguen unas hamacas, una calesita, un arenero, y unos puntos borrosos que se mueven como felices, sin aparente sentido. Nosotros vemos que la mujer observa, a través de esta ventana abierta situada en su cocina, aquellos puntos movedizos; pero lo que sucede allá abajo es para ella, desde hace muchos años, todo un misterio.

La mujer permanece quieta, pensativa, eso nos parce. El marco de la ventana le llega a la cintura. Y si miramos a su alrededor, no encontraremos nada vivo, quiero decir, no hay un perro, o un gato que le haga compañía, ni siquiera una planta dentro de alguna maceta. Ahora tenemos la impresión de que éste es su apartamento, donde vive sola desde hace mucho tiempo, aunque no podamos saber cuánto. Estamos aquí, con ella, a nueve pisos por encima de la ciudad que esta mujer observa sin entusiasmo; sus hombros caen hacia abajo, el pecho apenas se mueve con la respiración, la espalda se mantiene recta, una mano toca la hoja de la ventana, como si de este modo la creara al hacerlo. Si fuésemos capaces de algo, nos daríamos cuenta de que hay una barrera invisible en el aire que la rodea, un halo traslúcido la envuelve y la separa del mundo, que no la protege de nada, sino todo lo contrario




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