El placer revelado (últimos días para leer)

37

Ahora Mariana regresa a la cocina. Se siente exhausta, y liviana también. Mira por aquella ventana que abre del todo, para dejar que entre la noche; y que quede así, abierta, de par en par, para que salga también algo de ella, se vaya. Luego alza los brazos, hasta las alacenas, hay cosas que no ha guardado en esas cajas que yacen en el living. Una por una, sobre una bandeja ovalada, coloca todas esas tazas sucias que ella ha conservado todos estos años, desde aquella primera visita, donde el doctor Y. ha bebido su té. Ahí están todas esas tazas, cada una de ellas, con su momento grabado en los restos secos de sus fondos azucarados, llenas, a su vez, con el tiempo en lo que se creía una mujer amada. Mariana acerca la bandeja a la ventana abierta, cuidando de que no se caiga ninguna taza en el camino, y luego inclina la bandeja hacia afuera, hacia la calle. Las tazas se deslizan, alguna se vuelca, otras ruedan, todas finalmente caen, desaparecen en el vacío. Mariana soporta el estruendo que llega desde allá abajo, hasta ella, como si estallara también algo delicado dentro suyo. Ha quedado de espaldas a nosotros, y nos parece que esa mujer se ha puesto a reír, o puede ser que llore, no lo sabemos. Cuando gira nos damos cuenta. Ahora deja la bandeja en la mesada, mira a su alrededor, esta cocina de la que comienza a despedirse. Se pasa la palma de la mano por el vestido blanco, de algodón, lleno de flores rosas; lo alisa, como si se alistara para salir a la calle. Luego se acomoda también el pelo, que lleva atado con una cinta, y cierra la ventana.

Entonces gira, y nos ve. Nos mira porque sabe que estamos aquí, observándola. Tal vez lo supo siempre. Durante unos segundos sólo nos mira en silencio. ¿En qué piensa Mariana, en este momento? ¿En qué deberíamos pensar nosotros? Ya no lo sabemos. Su rostro es blando, humilde, de algún modo triunfal. Ahora camina hacia donde estamos, decidida, se acerca tanto que nos atraviesa. Y al traspasarnos nos convierte en aire plomizo, denso y azul. Perdemos la forma cuando este humo que ahora somos se abre y comienza a disiparse. Ella se dirige hacia la puerta. Antes de irse mira a su alrededor. El lugar se ha vuelto un sitio extraño para ella. Entonces se va. Las luces se apagan, solas. Lentamente.

Y al cabo unos instantes todo queda a oscuras, o ya no queda nada en realidad.

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