El placer revelado (últimos días para leer)

12 (segunda parte) La partida de Manuel

Lila, violeta, casi negro. Por el silencio que había quedado en la casa, era como si nadie la habitara. O la habitaran eso dos cuerpos de hielo, ahora grises, algo plateados, derritiéndose en las cenizas todavía calientes de la estúpida discusión que momentos atrás habían tenido. Hasta resultaba incómodo moverse, levantarse o tan solo apartar la tasa sobre la mesa; cualquier movimiento agitaba esa agua quieta y oscura en la que se habían sumergido, y que los apartaba el uno del otro, caso contrario podría despertarse otra vez la discusión que frágilmente parecía haberse dormido. Mejor quedarse callado, hirviendo por dentro, dejar que esas burbujas violáceas, casi negras, reventaran en silencio y colmaran definitivamente el aire que los envolvía, pero sin decirse más nada ya.

Mariana y él discutido por cosas que parecían no tener mayor importancia, pero que se encargaban de ocultar aquellas otras verdaderas razones del enojo. Se habían dicho tonterías, él tenía que estar apagando las luces que ella dejaba encendidas por la casa, ella debía recoger la ropa que él dejaba tirada por los pasillos, ella tenía la manía de guardar la sartén pequeña siempre en un cajón distinto de la cocina donde nunca se la encontraba, él había estado ausente todo este tiempo, del peor modo posible, como escondido dentro de sí mismo.

Sin que lo supieran, los dos comenzaron a desdibujarse, sentados uno frente al otro, en los sillones del living, dentro de aquel incendio invisible que se formaba a su alrededor. Siempre que peleaban, las peores palabras aparecían luego escritas frente a sus ojos, en las paredes de toda la casa, donde quieran que mirasen los dos se encendían como luces de neón contra el yeso pintado de blanco, y tardaban varios días en apagarse, permaneciendo lo suficiente como para volver a lastimarlos, no un poco menos que antes.  

Entonces, sin que él se diera cuenta, ella se había puesto a llorar. Oculta detrás de sus manos, era como estar de veras sola, encerrada en una habitación a oscuras, su llanto se quebraba en el silencio de las manos que se apretaban contra el rostro, como si se apagara el sonido del mar cuando nos alejamos de la orilla. Él se había levantado del sillón y había dado varios pasos hacia la ventana; del otro lado del vidrio, la calle se colmaba de tonos marrones y gastados. Ella había quedado a sus espaldas, él ya no podía oírla, pero de todos modos sabía que lloraba. Lo sabía, aunque no pudiera escucharla, como se intuye el rugido de un tigre del otro lado de un vidrio hermetizado.




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