El placer revelado (últimos días para leer)

13

Todavía sentada en aquel sillón, Mariana con la mirada en el borde manchado de la tasa, tuvo la sensación de hacerse transparente, invisible, sin colores, de no estar más allí en esa habitación con él. Entonces fue momento de tener el cielo por encima de la cabeza: tomó su cartera, caminó hasta la puerta de entrada, buscó las llaves que colgaban de la cerradura y se detuvo antes de salir; cerró los ojos, un segundo, para no pensar más, y luego abrió la puerta. Al salir a la calle, levantó la mirada para ver el azul profundo en el cielo de la tarde. Unas pocas nubes como de nieve se deshilachaban a lo lejos.

Ella prefirió no darse vuelta y esperar de espaldas, bajo el alero de tejas, los pasos del hombre que se demoraban dentro de la casa; por un momento deseó que él no la siguiera, que se quedara allí, invisible y sin colores también, y que la dejara sola, aún más sola. Cuando se ponía así, a ella se le daba por pensar en aviones, no sabía por qué, pero pensaba en el aluminio brillante y solitario de las alas impactadas por los rayos solares en las alturas desoladas de los cielos.  

Se estaba mejor ahí afuera, con todo ese aire nuevo, lleno de nuevos ruidos que apagaban el eco silencioso que la perseguía. Un momento después escuchó que el hombre se acercaba, abría la puerta y salía también a la calle. Lo vio gris, sus zapatos, sus pantalones, su camisa, su campera, el pelo, la piel del rostro. En cierto modo fue un alivio verlo parado junto a ella. Para no mirarlo más, levantó otra vez la mirada, y en la distancia del cielo encontró un punto rojo más cerca del horizonte que de cualquier otro lugar: no era el sol, que a esa hora de la tarde se ponía del otro lado de la calle; era, tan solo y a lo lejos, un círculo rojo detenido en el cielo. Al ver que ella miraba hacia arriba él también levantó la mirada, y los dos vieron durante algunos segundos aquel punto rojo en el cielo. Ninguno de los dos pudo decir qué diablos era esa cosa redonda y colorada, y al final prefirieron no darle mayor importancia. Cerraron la puerta y ella guardo sus llaves en la cartera. Él dijo algo que ella no logró escuchar, porque su mente se había ensombrecido otra vez, y ahora pensaba en planetas, en asteroides y en fuegos artificiales; sin embargo podía adivinar lo que él había dicho, no necesitaba escucharlo, de seguro quería caminar hasta el parque, quedarse ahí un rato, toda la tarde, y con la tarde que se fueran también esas palabras que no se borraban así de fácil de las paredes de su mente, para regresar después a casa, envueltos en una nueva noche, en colores nuevos que apaciguara un poco las cosas. Metieron las manos en los bolsillos y comenzaron a caminar.




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