El placer revelado (últimos días para leer)

18

Es hoy, pensó. Como si este día fuese de algún modo un punto final y al mismo tiempo un punto de partida. Se levantó y fue hasta al baño. Y en letras de neón, de un color rojo carmesí, del mismo tono que su lápiz de labio, esas mismas palabras se encendieron en el espejo. De pronto apareció en su mirada aquel inmenso globo aerostático; cada vez que pensaba en eso sentía la urgente necesidad de regresar al parque donde lo había visto partir. Pero en ese momento fue distinto. De todos modos, en su mesa de noche había unos prismáticos que había comprado tiempo atrás, por si acaso. Año luz, se escuchó decir en voz alta. Aquellas palabras viajaban desde muy lejos para encontrarse con ella esta misma mañana, en su reflejo del espejo del baño, donde ahora no lograba mirarse a los ojos porque lloraba. Lloraba, sí. La luz del aire se volvió celeste, casi turquesa. Y algo filoso se desprendió al fin de su pecho, alegrándola un poco, como si las aristas donde se había estado aferrando todo este tiempo ya no estuvieran más.

Blanco, blanco, blanco. Mariana se vistió, se peinó, y esta vez se pintó los labios. Salió a la calle. En definitiva, no era un día más igual a cualquier otro, eso que había que atravesar hasta encontrarse con la noche. Comenzó a caminar rumbo a la estación de tren, y al hacerlo pudo notar a las personas a su alrededor; había niños, mujeres, hombres que habían dejado de ser monocromos, todos ellos, y aunque pálidos todavía, ya se componían con algunos tenues colores. Entonces se sintió corpórea, ella misma, y buscó su reflejo en el vidrio de la boletería. No, no quería un ticket de tren. La mujer que atendía se quedó viéndola extrañada. Esa mañana no iría a ningún sitio. Sonreía, sin encontrarle mayor sentido, del modo más puro posible entonces. La mujer en la boletería le pidió que se apartara, molestaba en la fila; ella dio un paso al costado. En ese momento un zumbido plateado llegó primero, los rieles duros y fríos de acero temblaron apenas, unos ratones pequeñitos, marrones, corrieron a esconderse bajo el andén. Entonces el tren comenzó a entrar a la estación. Ella levantó la mirada para verlos, y ahí estaban, miles de ellos. Globos aerostáticos. En el aire, de todos los colores, incluso rojos. Se amontonaban en las alturas, justo por encima de aquella estación de tren. La gente a su alrededor miró hacia el cielo, porque ella miraba hacía allí con atención, pero no había para ellos más que un cielo vacío de un azul profundo.

En la boca de un hombre que se asomaba parado en los estribos un silbato llenó el aire con un sonido histérico y agudo. La gente en el andén dio un paso hacia atrás. La máquina de hierro pintada de blanco avanzaba arrasando el aire y todo lo que hubiera en su camino.

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