El placer revelado (últimos días para leer)

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No recuerdo a mi padre biológico, tampoco a mi último padre. No recuerdo a ninguno de los dos en realidad. Si miro hacia atrás, dentro de mí, encuentro un ruido blanco, una imagen muda, quieta, detenida en un tiempo fuera del tiempo, algo que parece moverse o formarse, pero que no lo hace nunca. Nuestro último padre acaba de morir. Lo sé porque hace unas horas nada más eso ha dicho la voz de mi hermana en el teléfono.

Nuestro padre biológico nos abandonó hace muchos años. Al momento que esto ocurrió, mi hermana era una niña y yo un bebé de meses. Esto lo cuenta ella, porque así se lo contó nuestro último padre. Creo que ese fue el único lujo en nuestra infancia, saber de ellos recién cuando ya habíamos crecido y éramos jóvenes abriéndonos a la vida, comprendiendo de qué cosa estaba hecho este mundo. Fue ella, mi hermana, la que quiso saber la verdad. ¿Pero qué cosa querés averiguar? dice mi hermana que yo le pregunté aquel día. Quiénes habían sido nuestros padres biológicos, dónde habían quedado ellos en nuestra historia.

Fue nuestro último padre quien nos había criado, ese hombre preocupado por nosotros nos había adoptado a los dos. Cuestión de eludir algunos trámites, de un juez amigo, de silencios. Él era nuestro padre, desde aquel momento y punto final. Nuestros padres nos habían abandonado, esa fue la historia que nos contó sin dar demasiados detalles, y con esa historia crecimos y ya no se habló más. Él nos había adoptado solo, sin estar en pareja, es decir, sin una mujer que hiciera de madre. Él solo. Padre y madre al mismo tiempo, con dos niños pequeños que éramos nosotros. A los cuales amó. Y la vida comenzó a rodar por ese camino, y así rodó durante muchos años. Dice mi hermana que fuimos a una buena escuela en el barrio de Belgrano, que hicimos amigos y que pasábamos los veranos en una quinta rodeada de campo, donde un perro ovejero una vez me mordió una pierna y después de eso se me hizo inseparable. Dice mi hermana que éramos felices. Y aunque yo no pueda darme vuelta para ver hacia atrás, sé que lo fuimos. Gracias a este último padre. Pero yo no recuerdo nada de esa vida, es decir, no recuerdo nada de aquellos años, como si el pasado hubiese entrado en una valija y esa valija hubiese quedado olvidada en el interior del vagón de un tren en movimiento; y yo parado allí, en el andén de la estación, viendo como ese tren se aleja, llevándose a todas esas personas y todos aquellos momentos y lugares que deberían formar los recuerdos que no tengo. Mis treinta y cinco años vividos, están y no están en ningún sitio. Y lo único que recuerdo es lo que me cuenta mi hermana. Es a través de sus palabras que logro armar la imagen de nuestras vidas, y de mi último padre.

La historia que nuestro último padre nos contaba decía que yo tenía apenas cuatro meses de vida cuando mi padre biológico nos abandonó para irse al Paraguay. A través de un arroyo bajo, dentro de una lancha sin motor, algo que no hiciera ruido para no alertar a nadie, durante una noche cerrada lo ayudaron a cruzar hacia Ciudad del Este. Luego llegó a Curitiva, ya en Brasil. Camuflado en el acoplado de un camión, entre cajas y cajas repletas de cartones de cigarrillos contrabandeados, se alejó de la frontera y al mismo tiempo para siempre de nosotros.

Respecto a mi madre, ella se fue tras él, cinco meses después de su partida, sin saber si quiera donde se encontraba en realidad ese hombre que se había esfumado tras dos fronteras difusas. Esto dice mi hermana que así decía nuestro último padre. Y tampoco supieron más nada de ella, de nuestra madre biológica. Ambos habían huido al extranjero, ese padre profesor de filosofía en la universidad de Buenos Aires, esa madre abogada penalista. Y aquella historia se formó en mi mente, abrió y cerró un capítulo en mi vida, escondí como pude ese libro en algún lugar de la memoria, que en ese tiempo funcionaba para mí, hasta que la angustia de mi hermana se reveló contra nuestro último padre. Yo aceptaba en silencio sus palabras, los imaginaba lejos, en otros países, vivos, en Paraguay, en Brasil, vivos a lo mejor en México. Era mejor a no tener nada, y yo quería tener algo. Mi hermana quería conocer la verdad.

Pero nada de lo que nos había dicho mi último padre era cierto. Mi hermana había logrado descubrir el destino de nuestros padres biológicos, y al salir de aquel edificio con esas carpetas amarillas en la mano me abrazó fuerte y se puso a llorar. Llovía, era verano y llovía un agua tibia que se nos escurría por la ropa, aunque esto lo imagino porque en realidad no lo recuerdo. Y en aquel momento mi memoria quedó vacía, blanca, impenetrable. Como si quisiera de algún modo protegerme.




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