El placer revelado (últimos días para leer)

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Intenté imaginar lo que haría al día siguiente, la posibilidad de caminar por la rambla, mirar el rio hasta que me volviera ciego, dejar que el viento me dejara sordo, y sin pretenderlo terminé calculando la diferencia horaria que había entre la ciudad donde vivía mi hermana y Buenos Aires. Allí era de mañana, la gente desayunaba, iba a sus trabajos, miraba la televisión, sacaba al perro a la calle o llamaba por teléfono. No sé cuánto tiempo pasó, si logré quedarme dormido o perderme en la niebla de la vigilia, pero la campana electrónica del teléfono volvió a sonar, y para ese entonces ya no tenía dudas de quien llamaba. Con un gesto automático tomé el tubo y lo acerqué a lo oreja. No dije nada, es decir, no dije Hola, ni mucho menos pregunté Quién era. Solo escuché que decían.

Ha muerto esta noche.

Al cabo de unos segundos la conversación había terminado. Yo había apagado la luz del velador y había vuelto a mi silencio. El tubo del teléfono colgaba todavía de mi mano. No sé si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero sin saber del todo por qué, tuve la sensación de que lloraba. Si es que aquello en realidad sucedía, porque era como si todo le sucediera a otra persona, acostada también en su cama, en un cuarto silencioso y en penumbras. Llora un robot, un maniquí, llora un muñeco vacío y sin recuerdos. Algún resorte emocional hace brotar lágrimas de mis ojos, pero no son más que eso, lágrimas en ojos que han visto pasar treinta y cinco años de vida sin poderlos recordarlos. Así es como lloro, porque así es la única forma que tengo de llorar: no es uno el que llora, sino su reflejo, el que logra saber lo que ha perdido. Y yo no puedo saberlo. Había muerto mi padre. Sí. Había muerto mi último padre. Me lo acababa de anunciar mi hermana, por teléfono. Había muerto y nos había dejado todo: la casa donde nos habíamos criado, el lugar al que nos habíamos jurado nunca regresar.

Intenté hacer memoria, recordar al menos el cuarto que compartía con mi hermana, y por unos segundos vi la puerta entornada de aquel cuarto, pero ya no estaban las paredes pintadas de amarillo pálido, ni estaban las dos camitas nuestras. En su interior había otra cosa, una cosa enorme, inexplicable, negra, adormecida. De pronto abrí los ojos, quise pensar que todo había sido una pesadilla. Las palabras de mi hermana dentro de mi cabeza, una y otra vez. Era el modo en que intentaba fijar los acontecimientos importantes en mi vida, repitiendo las palabras que ella me decía.




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