El placer revelado (últimos días para leer)

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Yo, en cambio, había venido a Europa a probar suerte como pianista, primero en París –donde no tuve ninguna suerte—, luego en Bilbao –donde unos estafadores me quitaron algo de dinero—, más tarde en Lisboa –lo más parecido a un piano ahí fueron las fotos impresas en las publicaciones de libros de música que vendía en el kiosco de diarios y revistas donde había conseguido trabajo—, y por último aquí en Bruselas, dónde la suerte no había sido del todo nula –la mayoría de los días trabajaba limpiando los baños de un centro comercial—. También había fines de semana que me contrataban para que tocara bajito y sin gracia unos temas de jazz, en las terrazas de los restaurants que se llenaban con la primavera de turistas y hombres solos que venían por negocios a la ciudad. Ahora su pregunta me traía otra vez a mi apartamento, reventaba la burbuja donde me había quedado recordando aquella primera vez cuando nos habíamos visto.

-¿Qué te parece si comemos algo que nos alegre un poco? preguntaba Carlos desde el sillón del living.

-Mucho no tengo para ofrecerte, la nevera sigue sin funcionar, dije.

Hice una pausa para acomodarme en tiempo y espacio, me costaba abandonar la imagen de Carlos de aquella primera vez, no mucho tiempo atrás, la sonrisa que le había descubierto cuando escuchó que yo también era argentino, la forma en que le caía el saco que llevaba puesto, redondeándole los hombros, haciéndolo parecer más ancho, más fuerte.

-¿Qué es lo que sucede que estás así como si fueras un trapo viejo? le pregunté desde la cocina, sin alzar la voz, como si lo tuviera a mi lado: el apartamento era tan chico que estar en la cocina o estar en el living resultaba lo mismo; no importaba en qué lugar uno se encontrara, siempre se estaba próximo a todo, como si el apartamento se encogiera con la noche –ahora era de noche, de día el lugar parecía apenas más grande, sobre todo cuando el sol entraba por la ventana y la pared blanca se volvía amarilla, o naranja, y brillante—, y esa lamparita que colgaba del techo tampoco ayudaba mucho que digamos, apenas chorreaba un círculo de luz dejando las esquinas en penumbras; a veces pensaba en apropiarme del palier del piso donde vivía, poner ahí mis libros de música, y los discos que había arrastrado desde Buenos Aires y que ocupaban tanto espacio, pero ya me imaginaba yo los gritos afrancesados de la señora que tenía de vecina al ver mis cosas a la salida de las escaleras: esto no es un basurero, latino mugroso. Carlos murmuró algo con cierta desidia. Creo que dijo

-Me parece que tal vez me andan buscando.




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