El placer revelado (últimos días para leer)

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Para pensar en otra cosa, comencé a anular la posibilidad de que nos quedáramos a comer en el apartamento, puesto que ahora abría las puertas de las alacenas de la cocina y no encontraba más que unos frascos vacíos, así que le postulé con un entusiasmo forzado la idea de ir a una galería de cuadros donde presentaban unas obras de una pintora uruguaya o venezolana, no me acordaba bien; la entrada era gratuita, y de seguro nos convidaban con alguna copa de vino y con mucha suerte alguna especie de canapé o algo por el estilo. Esa podía ser nuestra cena, y si por caso no nos dejaban entrar a la galería no sería la primera vez que nos quedáramos con hambre y nos vayamos cada uno a dormir con el estómago vacío. Él asentía con la cabeza, con lentos movimientos rítmicos, pero no me escuchaba en realidad, desde la cocina le dije eso de ir a una galería y la posibilidad de algo de comida gratis, pero Carlos debía estar pensando en eso que se había escuchado decir a si mismo minutos atrás, y que había quedado dando vueltas en su cabeza como un disco rayado.

Me quedé en silencio yo también, para darle el espacio que necesitaba para que lograra expulsar eso que se le estaba atragantando en la garganta, así que fingí acomodar cosas en las alacenas, hice algo de ruido, y esperé. En un tono mucho más bajo que antes –ahora apenas lograba escucharlo desde la cocina—, Carlos dijo, o creo que dijo

Ella se paró delante del pozo, Rafael, ese pozo que hacían los obreros en la acera, y se reía de una manera horrible. Hasta que no vi más un pozo, te juro, eso era como una tumba abierta.

Nos quedamos callados, pero no del modo en que nos quedábamos a veces, donde yo disfrutaba del hecho de no decirnos nada, de quedarnos quietos, el tiempo parecía a veces caer en capas finas sobre nosotros, haciendo que Carlos cerrara los ojos –los dos echados como podíamos en el sillón—, entonces yo me acercaba apenas, a pesar del temor a que me descubriera, para percibir el olor entre su pelo y el cuello de la camisa; me gustaba ese olor, era Carlos, aunque no siempre resultaba del todo agradable. Ahora la ausencia de palabras era distinta, era grave y hostil, sólo se oía el crujir de las cañerías dentro de las paredes, aunque más que ruidos eran vibraciones las que sentíamos, pequeños temblores que se unían a las palabras que Carlos acababa de decir antes de volver a quedarse callado, y resultaba aún peor. Intenté calmarme, representarme qué significaban exactamente aquellas palabras que al decirlas le habían ensombrecido aún más la voz, el rostro, la mirada. Por un segundo me protegí en el consuelo de pensar que tal vez no había sucedido nada, pero luego me asomé desde la cocina y vi como Carlos se había encogido sentado en el sillón, tenía los codos sobre las rodillas y se tomaba la cabeza con las manos. Se esconde, pensé con alarma, quiere hacerse una bola y rodar por el suelo, ganar el pasillo, rebotar por las escaleras y desaparecer de Bruselas. Seguía esperando a que yo dijera algo, que me asustara al menos, o que le preguntara qué había hecho con ese pozo y esa mujer.

Estás diciendo pavadas, Carlos, dije solo para ganar tiempo.




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