El placer revelado (últimos días para leer)

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Creo que no le gustó mi respuesta, su respiración comenzó a hacerse más fuerte, se escuchaba silbar el aire que le entraba por los agujeros de la nariz, y si acaso permanecía sentado en el sillón era dentro de una quietud animal, de toro que espera los últimos segundos para salir embravecido a la arena. Tuve miedo, no lo conocía tanto como para estar seguro que aquel hombre ni fuese violento, pero luego sacudió un poco la cabeza como si negara lo que estaba pensando, y los mechones color ceniza se movieron maliciosamente con aquel vaivén. Al cabo de un momento, comenzó a enderezarse, parecía haberse calmado, apoyó su espalda en el respaldo y al hacerlo hizo crujir el esqueleto de madera del sillón. Respiró hondo, me buscó con la mirada en la cocina.

-¿Cuánto tiempo te queda en este apartamento? preguntó de repente.

Al oírlo sentí que el estómago se me estrujaba, pero no fueron sus palabras sino como las dijo. Tuve la sensación desagradable que de pronto volvíamos a ser dos extraños, el peso de toda esa distancia de miles de kilómetros hasta la tierra natal, el lugar donde en realidad pertenecía, donde podía sentirme al menos más seguro, me aplastó el pecho hasta dejarme sin aire, y sin darme cuenta me puse a calcular cuantos meses quedaban para que se terminara el contrato de alquiler. Ya no tenía más dinero para renovar el siguiente contrato, por más baños que limpiara en esos centros comerciales donde trabajaba, o los pocos euros que juntara cuando conseguía ir a tocar el piano a la terraza de algún restó; dos meses, dos meses y medio en realidad, y tendría que dejar este apartamento. ¿Seguiríamos viéndonos cuando ya no tuviera este lugar dónde encontrarnos a conversar, y a desparramar su cuerpo en mi sillón? Hacer cuentas no me tranquilizó, siempre me había calmado ponerme a pensar en números, aunque no tuvieran ningún sentido, tomaba un número y lo multiplicaba por otro al azar, hasta que perdía la cuenta pero para ese entonces eso que en un principio me preocupaba se hacía más pequeño, perdía su carácter trágico y me permitía ver las cosas con más claridad. Nueve semanas me separaban de quedarme en la calle, pero lo que realmente me aterraba era proponerle a Carlos eso que se me había ocurrido días atrás; secretamente yo fantaseaba con poder vivir en la misma pieza que Carlos alquilaba. Había estado ahí una noche –solo una noche— en la pieza de Carlos, y me había parecido que allí podía caber otra cama también; si corríamos el escritorio hacia la pared, dos camas podrían quedar separadas por una pequeña mesa de luz que había en la habitación; él dejaría allí su billetera y su teléfono celular y su reloj pulsera –del cual estaba tan orgulloso—, y yo dejaría allí el libro que estaría en esos momentos leyendo y en un jarroncito con agua fresca algunas flores que robaría de la calle.




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