El placer revelado (últimos días para leer)

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Carlos cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Me quedé viendo por unos segundos sus manos; siempre me habían causado admiración, eran anchas, aplanadas, sus dedos eran largos, y yo imaginaba que sólo con la palma podría abarcar todo mi rostro si lo quisiera. De repente sentí la cara caliente, como si una oleada de sangre nueva me hubiera subido a la cabeza.

-Voy aponer el agua para hacer un té, dije como excusa. La idea de tener que buscar un nuevo lugar donde vivir me ponía muy nervioso.

-Mejor bajemos a la calle, dijo él, todavía con los ojos cerrados. Me asfixio acá.

II

Abrí la puerta de calle para que saliera al pasillo del edificio, mi mano sostenía la llave que había quedado puesta en la cerradura, así que Carlos se apretó un poco contra mí al pasar y en ese momento pude darme cuenta. Esa noche olía diferente al recuerdo que me había hecho de su propio olor, no era un perfume lo que llevaba en la piel, por decirlo de algún modo, puesto que eso no era ningún perfume, sino una sustancia invisible que lo envolvía como un embrujo, dulce y agrio al mismo tiempo, madera vieja y fruta pasada. Pero no era un perfume eso, sino el resultado de la mezcla de los distintos olores que distintas danseurs matures le habrían ido impregnando en el cuerpo sin que él se diera cuenta, como marcan los animales su territorio con orines o las secreciones de sus genitales, y que de algún modo lo despojaban a Carlos de su olor natural, y al mismo tiempo un poco también de sí mismo. Para protegerme de esto que acaba de pensar, puesto que ninguno de aquellos olores que lo invadían me pertenecía, me dije con un tono de lástima impostada, aunque esto no hacía otra cosa más que intentar ocultar alguna otra sensación aún más lacerante, que tal vez aquello que había encontrado en ese aire que lo envolvía y que iba con él a donde fuera no era más que la mezcla de olor a ropa sucia y su propio sudor, a causa de los días que llevaba con esa campera que vestía ahora y ese pantalón que ya le había visto puesto muchas veces.

Bajamos por las escaleras, salimos a la calle. El frio se sentía de repente, estaba en las baldosas duras de la acera, en el reflejo de las luces que bajaban a través de la fronda de los árboles. Caminamos en silencio, sin rumbo, durante un largo rato. Pero antes de seguir adelante, y alejarnos aún más de mi apartamento, Carlos se detuvo; parecía estar pensando en algo, o buscaba las palabras para comenzar a hablar. Yo di algunos pasos más y me detuve a unos metros de él, bajo la copa de un álamo joven al que habían podado para darle una forma prolija y redondeada, y que lo hacía ver como si fuese un árbol artificial.

-Rafael… dijo sin alzar mucho la voz.

Lo miré desde la distancia en donde me había detenido.

-¿Tienes algo de dinero encima?

Lo preguntó con cierta timidez, como si la confianza que nos teníamos se hubiera roto en algún momento, y a los pocos instantes sentí una pequeña desilusión que nacía como una nube de arena dentro del pecho, rugosa y fría. En ese momento en que Carlos se había detenido yo había pensado que tal vez hubiera querido decirme otra cosa, algo que tuviera que ver conmigo. Pero él solo pensaba en ir a tomar unas cervezas y yo no debía pensar en nada más.

-Tengo algo, respondí haciéndome el misterioso.

-Entonces hoy te toca invitar a ti, dijo con picardía, comprendiendo que su pedido no había resultado ser una ofensa. Sonrió, tenía los dientes blancos y todos iguales, como si fuesen una colección de una misma y hermosa perla repetida. Lo dejé que se hiciera un poco el simpático, a fin de cuentas, yo tendría que hacerme cargo de lo que íbamos a gastar, y retomamos la marcha, aunque sin un rumbo definido. Ahora él llevaba un paso más alegre, parecía haberse olvidado un poco quienes éramos en Bruselas, se pegó a mi hombro tal vez a causa del frío, y a mí me hubiera bastado con mover un poco la mano para tomar la suya.




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