El placer revelado (últimos días para leer)

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El lugar era un pequeño negocio ubicado en la ochava de la calle, estaba vacío de gente pero eso no nos desalentó; había dos mesitas con sus sillas en cada una de las aceras, iluminadas por una pobre luz titilante que provenía del interior del local, que a su vez generaban sobre las baldosas unas sombras grises y arabescas. Dentro, estaban dispuestas algunas pocas mesitas más, separadas entre sí por una corta distancia, limitadas por una barra hecha de madera de bambú, que daba la impresión de ser bastante endeble pero que servía de mostrador por donde se despachaban los platos y las bebidas; delante de la barra se veían tres taburetes de distintos colores, y las paredes y también el techo estaban pintados de un tono rosa viejo; un sombrero enorme –de ala ancha, con una cinta de tela color verde, blanca y roja alrededor de la copa— había quedado colgado por encima del dintel de la puerta vaivén que conducía a la cocina, de un tiempo de cuando aquel barcito había sido un pequeño restaurant mexicano. Antes de sentarnos, le pedimos a una señora maciza de brazos gruesos y delantal sucio, que se había asomado desde la cocina al vernos entrar, una cerveza grande y dos vasos, y unas papas a la huancaína.

Volvimos a salir y nos sentamos en una de las mesas de la acera. La luz que provenía del interior del negocio nos pegaba de costado, tenuemente, y en ese contraste una mitad de Carlos quedó sumida dentro de una sombra liviana, y en su otra mitad, la que daba al barcito, unos destellos triangulares temblaban desde el pómulo hasta la cien. Apoyé mis manos sobre la mesa, estiré los dedos que se recortaron sobre el mantel rojo de hule; una capa finísima e imperceptible de aire caliente flotaba alrededor de nuestros cuerpos, y al contacto con el aire frio de la noche se transformaba en un vapor invisible, una niebla personal, un aura que se acentuaba entonces con luz que recibía.

Lo miré, él no me miraba. Y aunque yo quería y no quería saber, a los pocos segundos le dije

-¿Quiero que me cuentes de esas mujeres, Carlos. ¿De dónde las conoces?

Intenté no sonar despectivo, pero fue inútil. Carlos me miró un tanto sorprendido, pero luego recayó en lo que le preguntaba así que bajó la mirada hacia el mantel de hule de la mesa, donde unos payasitos de colores amarillos y azules aparecían en distintas poses sobre un fondo rojo. No lo avergonzaba que yo supiera que a veces salía de noche con esas mujeres mayores, viudas, divorciadas o eternamente solteras –él mismo me lo había contado, aunque nunca supe con precisión por qué—, pero sí le molestaba entender que yo no aprobaba ese modo de ganarse los euros extras que necesitaba, incluso para poder seguir quedándose en esa pieza donde vivía.

-Me cuesta poder dormir, Rafael, dijo Carlos al cabo de un momento. Y cuando logro dormirme me despierto enseguida. No es que pego un salto en la cama y me pongo a gritar, eso sería mejor, te lo juro. Al menos me desahogaría un poco.

Una mujer muy joven trajo el pedido, interrumpiendo lo que Carlos me contaba. Le costaba trabajo el equilibro de la bandeja apoyada sobre su mano, y se tomó unos largos segundos para dejar la botella de cerveza en nuestra mesa, y los dos vasos. Luego buscó en el delantal el destapador, y se tanteó el cuerpo varias veces hasta que lo encontró en el bolsillo trasero de su pantalón de jean. En todo el proceso no dijo una sola palabra. Era una chica morena, de unos veinte años o menos, me pareció que podía ser la hija de la mujer que atendía en la cocina, también tenía el pelo bien negro y lacio, más allá de los hombros, casi hasta la mitad de la espalda, y en los dedos llevaba demasiados anillos. Es inmigrante como nosotros, pensé al verla hacer, y por el modo en que Carlos la miró me dio la impresión de que él debió haber pensado algo parecido, está en una tierra nueva y extraña, donde ya ha aprendido a permanecer en silencio (ella destapó la botella y la tapita de lata cayó doblada sobre la mesa y rodó entre los vasos), de seguro no habla una sola palabra de francés, y aunque sospecha por nuestro aspecto que nosotros hablamos su mismo idioma va a quedarse callada, porque ya le habrá sucedido eso de saber que no hay peor rechazo que el de la misma sangre.




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