El placer revelado (últimos días para leer)

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Su voz me sobresaltó, y me encontré con sus ojos en los míos. Los suyos estaban vidriosos ya, a causa del alcohol o tal vez por algo más, alguna emoción se había despertado con la ola de cerveza que le corría ahora por la sangre. Antes de hablar, comprendí que él había encontrado el coraje para darme ciertos permisos, para permitirme esas preguntas que nunca le había hecho. Y enfundado en esa sensación le dije

-¿Qué le hiciste a esa mujer?

Carlos quiso responder, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Volvió a tomar, esperó unos segundos y tomó un trago más. Al cabo de unos segundos retomó el hilo de lo que venía diciendo, pero sin atreverse a responder mi pregunta.

-A ellas les gusta llevarme a comer a esos lugares elegantes, no entiendo bien por qué, es como si tuvieran que alimentarme por caridad o por alguna otra clase de perversión … yo me doy cuenta que les gusta sentarse y verme comer lo que me ponen delante de los ojos. Y si le entro a la comida como si fuese una bestia, aún mejor… más lo disfrutan.

Me miró para asegurarse de que hubiera comprendido eso que me contaba. Algo dentro mío le costaba atender a sus palabras, quería y no quería saber.

-Son como bailarinas de otra época, Rafael, mujeres que se han quedado sin música, ¿me entiendes…? Y yo les canto al oído.

-Y ellas te pagan por cantar.

Lo que dije lo dije con odio. Un odio que Carlos no llegó del todo a comprender. Era mi máxima capacidad de reproche frente a él, aunque no tuviera mucho sentido reprocharle nada. No éramos nada, dos argentinos que se habían cruzado por casualidad en Bruselas nomás.

Carlos llenó otra vez su vaso con cerveza, y sin esperar a que la espuma rebalsara y le manchara los dedos, se lo llevó a la boca y la terminó de un tirón. Volvió a llenar su vaso y se quedó viéndolo un momento. Luego se pasó la mano sucia por el pantalón. Sin alterarse, dijo

-No es que me pagan, me hacen regalos.

-…

-¿Y qué importa eso, Rafael? No te creas que lo tuyo es diferente... Viniste a tocar el piano… y en cambio te la pasas buscando changas limpiando la mugre de los baños de estos europeos.

-Eso es cuando no sale trabajo con la música, respondí ofendido, o lastimado en realidad, porque lo que había dicho Carlos tenía una alta cuota de verdad.

-Y cuando tocas te pagan unas monedas que no te alcanza para nada, ¿o no es así? Sos un adorno sonoro, nomás… somos eso, acá, Rafael. Date cuenta. Un adorno de carne y hueso.

No respondí, Carlos se hablaba a sí mismo. La cerveza que había tomado le torcía un poco las palabras, deformándolas en un sonido algo gomoso, y se le habían hinchado los labios también, que ahora aparecían más rojos que antes, como si en algún momento de la noche se los hubiese pintado con rouge.

-Yo los veo a los tipos como tú, muchas veces donde vamos a cenar con alguna de esas Danseurs Matures con las que salgo…

-Con las que sales no, Carlos… hay que decirlo bien, será con alguna de las mujeres que te contrata para otra cosa…

Lo dije para herirlo. Era mi segundo intento desesperado de hacerlo reaccionar, no podía evitar escupirle esas palabras a la cara, pero él seguía sin acusar el golpe, y yo me sentí un idiota al decir eso. Después de todo, ¿qué derecho tenía para cuestionarlo? Tampoco le decía ninguna novedad. Carlos se quedó en silencio unos segundos para que yo pudiera agregar alguna ofensa más, lo cual me hizo sentir aún peor. Me quedé callado. No le pedí disculpas, pero en cierta manera fue un modo de hacerlo.

-Siempre hay uno como tú que toca el piano con esa alegría que se les acaba enseguida… y yo estoy ahí, sentado a la mesa junto a una de esas danseurs matures y la alegría también se me acaba rápido… en algún momento de la noche el que toca el piano o la guitarra me busca con la mirada porque sabe que yo soy uno de ellos… y me sonríe el imbécil, cómplice cuando me ve ahí, mezclado entre los europeos y los chinos que viene de turista… como si de alguna manera hubiera podido traspasar esa barrera para ellos imposible… y sin que nadie se dé cuenta me hacen una seña con los ojos para hacerme saber que ellos saben, ¿sabes, Rafael? Me guiñan un ojo o levantan apenas la mano como si me conocieran de antes, como si ellos supieran quien soy, lo que estoy haciendo ahí, con esa mujer mayor con la que estoy sentado a la mesa




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