El placer revelado (últimos días para leer)

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Carlos miró a través de los vidrios del negocio hacia adentro del bar, donde seguía sin haber nadie, y como si viera ese otro lugar donde no estábamos, frunció un poco los ojos y en su mente comenzó a crecer el bullicio del salón de un restaurant elegante con todas sus mesas ocupadas; en un rincón mal iluminado se tocaba un piano que apenas lograba escucharse entre el murmullo risueño y afrancesado que se elevaba hasta el techo, y que volvía luego a caer como una garúa pesada y permanente sobre todas las cosas; alguien como yo levantaba la mirada de las teclas blancas y negras de ese piano de cola corta, y sin dejar de tocar la melodía que sabían mis dedos de memoria miraba hacia una de las mesas, donde Carlos revolvía sin ganas eso que un mozo le acababa de servir en el plato. Permanecí en silencio, ahora, aquí, en esta esquina donde solíamos venir a veces, creyendo poder ver eso que sus ojos veían a través del aire de la noche, cuando unos mozos entraban a la cocina y otros salían otra vez al salón para rodear las mesas donde la gente comía indiferente a lo que yo tocaba en el piano. Él estaba ahí, Carlos, en aquel salón –ya no estaba acá sentado enfrente mío, y yo no estaba más sentado enfrente suyo—, la mujer mayor que lo había invitado se inclinaba un poco hacía él, le decía algo al oído, sus labios se movían en francés, yo la veía desde detrás del piano donde tocaba una versión anodina de my funny valentine; su mano serpenteaba entre los platos sucios en un gesto que no era de placer ni muchos menos de ternura sino más bien de pertenencia; ella apoyaba su mano sobre la mano de Carlos, que en ese momento levantaba la mirada para verme, a través del salón de aquel restaurante donde los dos nos ganábamos la vida, y nuestros ojos se encontraban, por un breve momento, y se llenaban de vergüenza. Hasta que Carlos respiró hondo, y al hacerlo apagó la escena que lo había capturado amargamente, como si hubiera estado todo este tiempo con la cabeza bajo el agua y ahora saliera a la superficie en esta esquina a respirar. La mujer ancha y morena que atendía detrás del mostrador había desparecido.

-Carlos, a mí no tienes que explicarme nada… dije para componer las cosas, y quise decir algo más pero solo bajé la mirada hacia uno de los payasitos dibujados en el mantel; mi vaso estaba apoyado justo sobre uno de ellos, y visto a través del vidrio y la cerveza su rostro se deformaba de un modo grotesco.

-Igual se terminó, Rafael. Me estoy yendo en estos días. Me tengo que ir.

Al escucharlo, todos mis miedos se encendieron de golpe, otra vez la amenaza de quedarme solo, rodeado de gente. Carlos era la única persona con la que interactuaba en Bruselas –podría decirse de un modo más o menos humano—, el resto solo eran relaciones maquinarias y silenciosas; si conseguía trabajo con la música, que por lo general no duraba más de dos o tres fines de semana, todo lo que hacía era eso, llegar al lugar, sentarme en mi butaca, tocar el piano sin cruzar palabra con nadie, hasta que el restaurant cerraba, ya entrada la madrugada, y yo me sentaba en una esquina de la cocina a comer lo que me daban. El otro trabajo, el regular, el que hacía de lunes a viernes era más más o menos igual; llegaba al centro comercial, tomaba mis herramientas, que no eran más que un balde con un trapo y un frasco con desinfectante, me dirigía a los baños y ahí pasaba las horas, viendo entrar y salir a los clientes que ensuciaban lo que acaba de limpiar. Carlos se había vuelto la humanidad entera para mí. Eso lo convertía, en cierto modo, en alguien muy importante, y al mismo tiempo en alguien muy peligroso. Con su presencia, cuando él entraba a mi apartamento, por ejemplo, ese pequeño living y ese baño diminuto y esa cocina revestida con esos horribles azulejos amarillos se convertían en mi casa, mi hogar, y no bien Carlos se iba volvía a ser lo que era, cuatro paredes que me protegían del frio y de la lluvia nomás. Ahora la presencia de la chica que nos había atendido me sorprendió a mi lado




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