El placer revelado (últimos días para leer)

70

Carlos levantó su vaso vacío, miró la botella donde quedaba todavía algo.

La chica se acercó, dejó un papel con unas cuentas hechas a mano y volvió a irse. Tuve la sensación de que ya no quería saber nada de nosotros. Tomé el papel, me fijé el importe que debíamos, metí la mano en el bolsillo y saqué unos euros. Intenté dejarle algo de propina, pero sólo me sobraban unas pocas monedas.

-Vamos, dije. No quería saber el final de la historia.

-Espera, dijo Carlos.

Levantó la botella de cerveza y me mostró que todavía quedaba algo. Se sirvió, y cuando me fue a servir puse la mano sobre mi vaso. Carlos me miró con desaprobación, pero un segundo después pareció olvidarse.

-¿Sabes cómo se reía, Rafael, esa Danseur mature? ¿Quieres que te diga cómo se reía de mí?

Había comenzado a alzar la voz. Al menos no había nadie más que nosotros en aquella esquina; un auto se detuvo en el semáforo, a mis espaldas. Por los reflejos azules en las fachadas de los edificios pude saber que era un auto de policía. Carlos lo tenía de frente. Al verlo, su rostro se endureció, pero cuando el semáforo se puso en verde el auto prosiguió su camino. Carlos terminó lo que se había servido en el vaso y continuó.

-Ya no aguantaba más esa risa, me taladraba los oídos. Ella se reía y a los pocos segundos se quejaba por algo, por la noche, por el frío, por ser vieja, porque nadie la había amado nunca como ella se merecía. Y ese pozo que habían estado haciendo en la acera se me hizo como más grande, Rafael… más profundo…, y no vi más un pozo… ya no era más un pozo eso… ella trastabilló y clavó el taco de uno de sus zapatos en la tierra removida … y yo no sé por qué, Rafael, si fue para apagar esa risa o por la mirada que me había echado el operario ese que ya se había marchado hacia la camioneta que ya no estaba, pero levanté las manos y las apoyé en sus pechos… me bastó apenas con hacer un poco de fuerza para que ella se fuera para atrás, ¿sabés? y se cayera dentro de eso que ya no era más un pozo, porque ya era como una tumba abierta.

Carlos dejó las manos sobre la mesa, con el gesto del delincuente que depone las armas. Hizo el esfuerzo de levantarse, y yo me di cuenta que le costaba mantenerse en pie. Sentí pena al verlo así. Todavía retumbaban en mi cabeza esas últimas palabras suyas que había dicho momentos atrás. Me paré a su lado, le ofrecí mi hombro para que se apoyara, pero él lo rechazó. Vamos, me dijo con los ojos; tenía una expresión extraña ahora, algo entre una sonrisa y un llanto contenido.

-Sí, vamos, dije yo.

Y comenzamos a caminar, uno al lado del otro, primero sin rumbo, por esas aceras desoladas, aunque llenas de sombras, atravesando el aire helado que había caído con la madrugada. Íbamos en silencio, tal vez ya no teníamos nada más para decirnos, estábamos yendo hacia ninguna parte, cuando decidí que lo mejor sería llevarlo conmigo a mi apartamento. Que pasara la noche ahí, conmigo




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