El placer revelado (últimos días para leer)

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Carlos nunca había querido quedarse a dormir, no hubiera entrado en el sillón que había en el living, y tampoco me hubiera atrevido a pedirle que compartiéramos la cama. Pero esta noche él no estaba en condiciones de decidir. Lo miré, sin que se diera cuenta, ahora que estaba borracho, sus movimientos desarticulados hacían pensar en una de esas aves de patas muy largas que suelen vivir a las orillas de algún espejo de agua. No sé por qué en esos momentos pensaba en esas cosas, mientras caminábamos en silencio, uno junto al otro; me preocupaba que con esos pasos de garza o de flamenco pasado de copas Carlos fuese a tropezarse y a caerse al suelo; difícilmente yo podría levantarlo, él era más alto que yo, más pesado, más fornido, y a pesar de todo tenía un aire liviano al caminar. Supe que intentaba distraerme, estaba nervioso, esas últimas palabras suyas volvían una y otra vez a mi cabeza. Me pregunté si no debería comenzar a buscar en la tapa de los diarios la noticia acerca de la desaparición de una señora de la alta sociedad. Quise pensar cuán profundo podría ser un pozo en una acera en una ciudad como esta; yo no estaba borracho, sin embargo todo me daba vueltas. Minutos después llegamos a la puerta del edificio donde vivía.

-Subamos, dije.

Carlos me miró. Era muy tarde ya.

-Subamos, volví a decir.

Carlos obedeció. Fuimos hasta las escaleras –el ascensor no funcionaba como de costumbre— y llegamos al segundo piso, intentando no hacer demasiado alboroto con la idea de no alertar a ningún vecino, como si el hecho de que Carlos se quedara esta noche conmigo resultara un delito. Entramos al apartamento. No encendí la luz; la penumbra, de algún modo, nos protegía a los dos. Carlos permaneció parado en medio del living, su mirada se quedaba largamente en las cosas, como si se pegara a ellas. Me quité la campera, y lo ayudé para que se quitara la suya. Luego lo tomé del brazo, y lo llevé a mi dormitorio. Él se dejó llevar sin oponer resistencia. En los segundos que lograba olvidar eso que Carlos me había contado, una sensación extraña y tibia me invadía el estómago, un vértigo placentero me subía hasta el pecho, y me dejaba un poco sin aire. Cerré la puerta de la habitación, y ahí tampoco encendí la luz. El resplandor amarillento de las farolas de la calle se atenuaba al traspasar las cortinas blancas, llenando el cuarto con nuestras sombras, y esa misma luz azulada que suele haber en los sueños. Carlos se tumbó de espaldas en la cama, le habían quedado las piernas dobladas y los pies apoyados en el piso. Había quedado así, con los brazos estirados hacia los costados, la cabeza un poco ladeada hacia la izquierda, los ojos cerrados, como un Jesucristo en la cruz, pero en medio de mi cama. Me pregunté si dormía, o si solo estaba esperándome. Me arrodillé, le aflojé los cordones y le quité los zapatos. Me acerqué aún más, le separé las rodillas, me metí entre sus piernas. Le desabroché el cinturón. Muy despacio, me apreté contra su cuerpo, levanté la mirada, y me quedé viendo su rostro dormido.

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