El placer revelado (últimos días para leer)

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Tito está sentado en una silla de madera, tiene las manos atadas detrás de la espalda de modo que no pueda levantarse. Una arista en el metal de las esposas que lleva puestas le roza la piel en la muñeca izquierda, lo lastima. Él parece no darse cuenta, y mientras siga jugando a mover las manos y hacer sonar las esposas como si fuesen un sonajero el silencio en este cuarto no será absoluto y pronto comenzará a sangrar. Pero de pronto se queda quieto, Tito, percibe que alguien viene por el pasillo, la puerta de esta habitación sigue cerrada. Una de las patas de esta silla es un poco más corta que las otras tres, una de las de adelante parece, y como Tito no deja de moverse, como si un tic nervioso lo hiciera balancearse ansiosamente para atrás y para adelante, se escucha también un ruido leve pero persistente cuando la punta de madera choca contra las baldosas del suelo, como el tic tac incongruente de un viejo reloj. Frente a Tito hay un escritorio de chapa pintado de color verde, donde unas pilas de papeles aparecen desordenados a punto de caerse al piso; además hay un teléfono de línea, negro, de los antiguos, que hace recordar al caparazón de una cucaracha enorme y lustrosa, y también hay una cartuchera para portar un arma reglamentaria de policía que no tiene nada dentro. Tito no entiende por qué lo han traído hasta ahí. Si está inquieto no es porque tenga miedo, está acostumbrado a que lo dejen solo, o a tener miedo, sabe que tiene prohibido meterse dentro de alguna de las demás habitaciones de la casa donde vive, sólo puede andar por el sótano o en el local de la carnicería. Pero no está en esa casa ahora, no sabe bien dónde está, pero este lugar no es la casa. Huele el aire, como lo hiciera un animal salvaje, levanta la nariz y busca ese olor ácido de la carne cruda, esta habitación huele a otra cosa. No sabe bien a que huele, pero no le gusta. Hace el ademán de levantarse, pero está atado a la silla por las esposas, apenas puede moverse, y, como si recién tomara conciencia que lo tienen ahí preso en este cuarto, de repente se enfurece. Gruñe, con los dientes apretados, achina los ojos y frunce el ceño. Quisiera poder liberarse, tomar la silla y estrellarla contra el vidrio de la ventana, y después volver a sentarse y quedarse otra vez quieto. Es la misma sensación que lo invade cuando no se quiere dormir, y desde el piso superior apagan las luces, y él se queda envuelto en la frazada que una vez le dieron moviendo frenéticamente los brazos porque unas telarañas aparecen desde algún lado y le rozan el cuerpo. Hasta que se hace de mañana, y la claridad se cuela dentro de aquel sótano bajo la carnicería donde le permiten pasar las noches, y el miedo entonces se funde con la luz solar.

La camioneta del comisario es una F 100 de los años setenta. Funciona de milagro, rota ya de tanto andar saltando por los pozos de tierra en las calles del pueblo, se le han aflojado los anclajes que unen el chasis con el resto de la carrocería y en cualquier momento comenzará a desarmarse a modo de suicidio mecánico. La comisaria de por sí no tiene móvil, tenía uno, pero se ha descompuesto hace rato, algo del embrague y la cremallera, y hasta la fecha no han enviado los repuestos y nunca lo harán. Desde que ha llegado el comisario no ha vuelto a salir, se ha encerrado en su despacho y tampoco ha dicho nada todavía

CONTINUARÁ




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