El placer revelado (últimos días para leer)

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El hombre no respondió. Hundió el cuchillo en la carne, hizo un corte perfecto, lo peso en su mano, y regresó al salón.

A partir de ese día, Tito despertaba en el sótano y subía al negocio de la carnecería. El hombre lo recibía con una sonrisa y dejaba que se mezclara con los clientes. Después salía a la calle, daba algunas vueltas, se tiraba en el pasto de la plaza, no se había quitado todavía la costumbre de husmear entre las bolsas de basura. Pero al cabo de unas semanas volvió a desaparecer, regresó al sótano, y ahí se quedó hasta el final del invierno.

Algunos habitantes del pueblo pensaron que se había escapado para la ruta, con la intención de subirse a uno de esos camiones que se llevaban la soja como si fuesen barcos fantasmas partiendo desde un puerto de tierra seca. No puede decirse qué sucede en ese territorio periférico alejado del caserío, cuando algunos van hasta allí simplemente se les pierde el rastro. Pasan años, lustros a veces, y unos pocos de los que se fueron regresan por alguna cuestión al pueblo. Pero ya no esas mismas personas que se han ido. Aparecen de pronto, vestidos con otras ropas, traen un modo diferente de caminar, miran distinto las mismas cosas de siempre, tienen otras palabras en la boca. Y cuando bajan del autobús y se detienen en las cercas de madera sienten el vértigo de haberse arrancado esa piel que los había envuelto y asfixiado durante toda su vida. Golpean alegremente las manos para hacerse anunciar, como si no encontraran todo más viejo y más podrido, e intuyen, y esto les imprime cierto gesto de hastío en el rostro, cosa que incorporan a los pocos momentos de haber llegado al pueblo, que de quedarse allí demasiado tiempo aquella piel que ya no tienen nacerá de nuevo para envenenarlos con mayor fuerza esta vez.

Como no veían a Tito en la carnicería, ni tampoco durmiendo en la calle, comenzaron a preguntarse sin preocupación alguna dónde estaría ese chico que no era de nadie. Quizá se había muerto en las heladas que habían caído por esas noches, alguien lo habría levantado y llevado campo adentro para enterrarlo en alguna parte. Hasta que una mañana volvieron a verlo, detrás de los vidrios de la carnicería, haciendo morisquetas a la gente que esperaba para comprar. Parecía contento, incluso llevaba ropa limpia. En ese entonces, todavía no bajaba la araña a visitarlo. Sucedería aquella noche. Tito, extraña y lentamente, lo recuerda así.

Se abría y se cerraba la puerta que conducía al sótano, el lugar se iluminaba por un momento. Y otra vez volvía a quedar a oscuras. Desde allá arriba, una araña enorme comenzaba a bajar por las escaleras. No hacía ruido, se le acercaba como una sombra, solo se escuchaba de esa sombra una respiración excitada. Tito fingía estar dormido. Era preferible. Entonces unas largas patas delgadísimas, llena de pelitos filosos, le corría delicadamente las sábanas, y la araña se le metía en la cama.

En este impreciso final de la tarde, cuando la noche es más en el cielo que en la superficie de las cosas, dos farolas se han encendido ya en el frente de la comisaria, y su luz rebota tenuemente contra la vereda de baldosas grises, feas, algunas quebradas. Dentro de una de las farolas el foco titila, se queda encendido y vuelve a titilar, señal de que estará por quemarse. Hacia uno de los costados abiertos de la casa, por encima de las bocas abiertas de unos macetones con forma de enormes vasijas de barro apostados uno junto al otro, donde unos lazos de amor asoman descoloridos, se descubren las siluetas tapiadas de las ventanas que pertenecen al cuarto cerrado y a oscuras que se utiliza como calabozo. Dentro de esa habitación hermética se encuentra el comisario, que ha ido hasta ahí para asegurarse que no hubiera nada que Tito pueda utilizar para lastimarse cuando en un momento más vaya a encerrarlo. En el otro cuarto, en el despacho del oficial, hace al menos una hora que Tito duerme sentado en la silla.




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