-Dejate de hacer eso, lo reta el comisario cuando lo ve chuparse el cuello estirado de su camisa, como si Tito fuese un niño al que todavía se lo pudiera educar.
Tito baja las manos y las apoya sobre sus piernas. Los bordes de su camisa han quedan húmedos de saliva y arrugados. Sonríe ahora, pero falsamente, como pidiendo perdón porque teme que el comisario lo vaya a golpear otra vez. Tampoco es algo a lo que no esté acostumbrado; sucede que a veces Tito sale de la carnicería a esas horas achatadas de la siesta a vagabundear por las calles del pueblo, si tiene calor busca el fresco en el zaguán de alguna casa, o se arrodilla en la vereda y mete la boca en el pico de una canilla mal cerrada, o levanta la cabeza y de golpe atrapa con la nariz los olores que flotan en el aire y que lo llevan a los restos de un asado todavía sobre alguna parrilla caliente, hasta que un escobazo en el lomo hace que salga corriendo.
El comisario pierde la mirada en el muchacho que tiene sentado frente a su escritorio, lo mira pero no lo ve, sólo piensa en eso que debe terminar de tomar forma dentro de su mente, aunque le cueste trabajo hacerlo en estas condiciones tan apremiantes. Esa vos todavía le da vueltas en la cabeza, la del llamado de recién, las ordenes habían sido clara y directas, pero en su mente resonaba como un eco deformado. Necesitaba atar cabos, construir una relación que encajara con lo que querían oír. El comisario sabe que necesita la confesión lo antes posible, debe hacérsela firmar pronto al acusado. Es la única forma de parar todo esto, en cualquier momento podría sumarse los de la prensa y aparecerse a molestar. El comisario piensa, se convence a sí mismo, unas palabras en letras de molde comienzan a dibujarse delante de su mirada.
Dadas las circunstancias reinantes más las pruebas aquí reunidas, resulta evidente que el acusado ha subido en medio de la noche desde el sótano donde mora hasta el negocio donde funciona la carnicería, para luego ganar sin que nadie lo vea la calle, munido tal vez con un arma blanca para amedrentar a la víctima, cosa que finalmente no necesitó ya que utilizó en la agresión de su boca. Habrá entonces caminado por las veredas oscurecidas por la noche, camuflado entre los árboles se habrá metido por la ventana mal cerrada de la habitación que da a la calle, y ahí nomás se le habrá tirado encima de la víctima; mientras la señorita Lorena dormía el acusado habrá trabado los brazos con sus piernas, de este modo logró inmovilizarla, tenerla como se dice a su merced, cuando su madre dice que escuchó los gritos desesperados de su hija. Al entrar a la habitación la encontraron sobre el colchón ya empapado en sangre, su madre vio que alguien saltaba por la ventana. Un cuerpo largo, vestido con harapos, descalzo y con el pelo revuelto huía de la escena con la habilidad propia de un animal salvaje.
El oficial sale del cuarto, el comisario inmerso en sus pensamientos no logra darse cuenta. Al regresar, algunos minutos más tarde, trae en la mano un vaso de plástico color naranja lleno de café. Lo apoya sobre el escritorio frente a Tito, y busca otra silla y se sienta a su lado. El comisario guarda en su memoria las notas que acaba de redactar en su mente, y nota que Tito no se atreve a tomar el café que le dejaron, quizá no esté seguro de que sea para él. El oficial le toca el brazo para llamar su atención, le señala con sus ojos el café que le ha traído, y Tito alza la tasa y acerca el líquido caliente a los labios. El comisario teme que se le vuelque y que le queme las manos, está tentado de decirle que sostenga bien el vaso, pero no quiere involucrarse más de la cuenta, será más difícil sino para él llevarlo más tarde hasta la oscuridad del cuarto que usan de calabozo y hacerle eso que le piensa hacer.